XIV

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— Mhm...— Elizabeth gruño abriendo los ojos y pasando sus dedos por su cabello. Estaba comenzando un nuevo día, era temprano pero el sol estaba lo suficientemente resplandeciente para saber que era hora de levantarse. Elizabeth estaba desnuda, por lo cual cubrió su cuerpo con la manta que los tapaba. Miro a Meliodas, que había fruncido el entrecejo por la luz del día y ver la obligación de abrir los ojos. Sus miradas se encontraron, pero ninguno dijo nada, el en cambio, tomo el borde de la cobija, intentando tapar la molesta luz que brindaba justo en sus ojos y ser librado de una ceguera que duraría segundos en recuperar.

Pero no contó con la justa necesidad de saber que ella la ocupaba, solo la vio cuando su cuerpo fue descubierto y mirado por sus ojos verdes. Ella no se avergonzó por ese hecho, solo se sorprendió y miro sobre sus pechos las marcas rojas que había dejado el rubio.

— Buenos días — sonó calmado o eso intentaba hacer, no podía mirar otra cosa que no fuera su cuerpo y eso incomodaba el asunto. La mano de Elizabeth tomo su barbilla y con un suave movimiento levantó su cabeza.

— Mi rostro está acá — mofo con una sonrisa y el ojiverde alzó ambas cejas — Tomaré un baño e iremos a desayunar.—El asintió con un meneo de cabeza, recordando que la única comida que tenían en sus estómagos fue la del día anterior en el avión, ni siquiera se dieron tiempo para comer algo cuando el verdadero hambre era el de sus cuerpos con la necesidad que tenían de ambos.
— Meliodas...

Miro a la chica, está vez al rostro y su cara definía lo que pasaba . Hizo un ademán con sus dedos hacia abajo y el chico miro sus piernas. Soltó una pequeña risa y paso una mano por su rostro. Sus pies temblaban y sabía el porque.

— ¿Necesitas silla de ruedas?— la molestó y su silencio solo le dijo que no podía dar dos pasos, ni siquiera uno.— ¿Puedes o no caminar?

— Yo puedo..— avanzo con un paso lento y descoordinado, pero freno de golpe— creó que moviste mi útero o los ovarios.

— Te duele pero sigues de chistosa.

— ¿Que quieres? ¿Que llore?

— Pídeme que te cargue y te ahorras un milenio en llegar a la ducha.— Elizabeth rodó los ojos y bufó. Lo miro y asintió.

— Meliodas, me ayudarías a llegar a la bendita ducha, por favor. — imploró y sus piernas no soportaron un poco más, el dolor en su cadera la estaba matando pero, la vergüenza en ese momento jugaba con el hilo de su alma que deliraba cuando Meliodas llegó antes de que tocará el suelo.

Sus cuerpos aún estaban tibios sin contar con el contacto piel a piel que provocaba el hecho de estar cargandola y llevándola a la ducha. Las mejillas de la albina estaban a morir, cuando con destello en los ojos verdes de Meliodas la miraron por unos segundos, era vergonzoso saber que le había suplicado ayuda cuando sufría por el dolor en su cadera.

«Gelda me lo advirtió » inquirió pensando en la rubia. No había querido escuchar muy bien sus comentarios más allá de un consejo pero, ahora necesitaba saber como controlar el sufrimiento de su cuerpo.

— ¿Puedo ducharme contigo?— la bajo de a poco y ella afirmó.

— Solo no hagas de las tuyas, Demon — frunció las cejas y emitió un gemido de dolor cuando quiso estirar su cuerpo. La mano del rubio quedó sobre su espalda hasta incorporarse en el agua tibia, necesitados de las gotas en su perfecto grado, dejo relajar sus hombros y suspirar.

No era incómodo saber que habían tenido sexo o el estar bañándose juntos, mucho antes lo habían hecho y sus mentes no estaban transtornadas por volver a mirar sus cuerpos una vez más. La mano de Meliodas acarició la cintura de ella, robandole un jadeó y dejando que explorará esa parte sensible. Ella estaba muy adolorida en esa zona, y era claro porque lo estaba. Habían pasado más de cinco años sin tener actividad sexual en su vida, recordándole que el primer y único hombre fue el rubio, que con casualidad ahora era su esposo.

Prometidos Desafortunados (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora