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Meliodas estaba profundamente preocupado, ya que durante la cena había subido a la habitación que compartía con la albina y dejado la comida en su respectiva mesa de noches. Sin embargo, cuando volvió, el plato seguía intacto y su mujer estaba recostada en la cama, hecha bolita, su cuerpo delgado envuelto en una manta.

No había dicho nada desde que habían llegado, y tenía mil motivos para no hablar en ese momento. Sin embargo, le preocupaba mucho que Elizabeth dejara de comer; solo guardaba silencio y no salía de la habitación. Los días habían sido difíciles y la tensión se acumulaba, haciendo mella en su espíritu.

—Mi amor, tienes que comer— susurró, sentándose a la orilla de su cama y poniendo un mechón plateado detrás de su oreja. Pero en cambio, recibió una negación con la cabeza por parte de la chica. Resignado, el rubio se levantó y devolvió la comida a la cocina, su corazón pesado con preocupación.

La habitación estaba fría y oscura, con las cortinas cerradas bloqueando la luz de la luna, pero al parecer Elizabeth se encontraba cómoda así. Meliodas, sin saber cómo ayudarla, se quedó a su lado, esperando pacientemente a que ella encontrara la fuerza para volver a él.

Meliodas trabajaba desde casa, tratando de mantener un ambiente tranquilo para su esposa albina, evitando cualquier ruido exterior que pudiera alterarla. Su prioridad era el bienestar de Elizabeth, incluso si eso significaba una comunicación escasa entre ellos. La carga de su trabajo era pesada, pero la preocupación constante por la salud mental de su esposa la hacía aún más difícil de llevar. Cada día, se sumergía en sus tareas, pero su mente siempre estaba dividida, una parte siempre preocupada por Elizabeth.

Después de horas de trabajo en su oficina, Meliodas estiró su cuerpo y dejó escapar un bostezo que revelaba su cansancio. Era hora de dormir; la noche avanzaba y no quería amanecer con un dolor de cabeza. Subió a su habitación y, al no encontrar a su esposa en la cama, miró a su alrededor hasta que escuchó su voz en la ducha, hablando por teléfono en un susurro.

—Gracias... allí estaré—fue lo último que escuchó antes de verla salir con pasos lentos. Elizabeth no se sorprendió al verlo, pasó a su lado gentilmente y se recostó nuevamente. Sus ojos reflejaban el agotamiento, y Meliodas se sentó en la orilla de la cama, observando cómo el viento mecía las cortinas. La preocupación lo invadía; su esposa parecía tan frágil, tan perdida en su propio mundo.

—¿Era Gelda?—preguntó con una sonrisa suave, intentando romper el hielo. Elizabeth negó con la cabeza.

—Merlin, se llama Merlin—respondió. Meliodas no sabía quién era esa mujer, pero asintió—. Es mi psicóloga de hace años.

—Oh...—fue lo único que dijo. Elizabeth hizo un ademán para que se acercara. Meliodas lo hizo rápidamente, pensando que ella necesitaba algo, pero se sorprendió al sentir las cálidas manos de su esposa tomando las suyas y acariciándolas. Sus manos eran pequeñas y frías, pero el contacto era reconfortante—. Ellie...

—Perdóname si estoy fallando como tu esposa, Meliodas—dijo Elizabeth, bajando la mirada. Meliodas acarició su rostro con ternura. Su piel estaba pálida y sus ojos bicolores mostraban una tristeza profunda—. No sé qué me está pasando... no soy capaz de pensar con claridad las cosas.

—Tranquila, cariño, por eso estoy aquí yo. No tienes que decir que estás fallando como mi esposa; solo estamos pasando por una mala racha—dijo con una voz gélida que, sin embargo, logró calmar a Elizabeth. Sus palabras eran sinceras, llenas de amor y comprensión.

Lo último que sintió Meliodas fue cómo su esposa jalaba suavemente de su mano y ambos se recostaban en la cama. Elizabeth se acomodó contra su pecho, y él la rodeó con sus brazos, estrechándola con ternura. Sus cuerpos se ajustaron perfectamente, como piezas de un rompecabezas que encajaban a la perfección. El calor de sus abrazos era un bálsamo para sus almas heridas, un consuelo mutuo en medio de la tormenta emocional que atravesaban. Meliodas acarició su cabello plateado, susurrándole palabras de amor y promesas de que todo estaría bien. Elizabeth, por primera vez en días, se permitió relajarse, cerrando los ojos y dejando que el amor de su esposo la envolviera completamente. En ese abrazo, encontraron un refugio, un momento de paz en medio de la incertidumbre.



Prometidos Desafortunados (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora