Capítulo 24

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Con destreza consumada, Thalassa había logrado infiltrarse entre los egipcios, eludiendo a los guardias y burlando incluso a Nassor, el guardián de las puertas dobles del palacio de Anubis, que ignoraba su presencia desde hace varios minutos.

Al desprenderse de su capucha, Thalassa exhibió una amplia sonrisa cargada de orgullo por su audacia, mientras avanzaba por un largo pasillo con un único objetivo: El amargado rey del Inframundo. No le importaba hacer ruido; de hecho, buscaba llamar la atención, especialmente la de Nassor, para mostrarle lo deficiente que era en su labor de proteger a Anubis.

Recorriendo el pasillo iluminado por antorchas que ardían con fuerza, desvió la mirada hacia las tumbas que adornaban las alturas de las paredes, con exquisitos dibujos de los dioses y sus rituales.

Al llegar frente a las puertas dobles, se vio invadida por el silencio que saturaba ese cálido y sombrío lugar. Con la piel erizada, comenzó a abrirlas, asegurándose de no tener a nadie siguiéndola; sin embargo, el pasillo estaba vacío, sumido en completa soledad. Una soledad que empezaba a inquietarla.

El chirrido de la puerta la hizo maldecir en silencio y, al dirigir su mirada hacia la pequeña abertura, descubrió a Anubis a lo lejos, lo que la dejó sin aliento.

El dios vestía solo una tela negra que se ajustaba a sus caderas y caía hasta el suelo, dejando al descubierto sus pies descalzos. Su cabello estaba recogido en una alta coleta, con algunos mechones pegados al sudor de su frente. Se encontraba frente a una mesa de mármol, donde esparcía una especie de aceite en el cuerpo inerte de un anciano. A diferencia de otras ocasiones, no llevaba ninguna joya. Los músculos de su abdomen se contraían con cada movimiento, y las venas de sus manos brillaban con el aceite que extendía en la piel del hombre.

Thalassa tragó saliva y apretó sus muslos. De repente, los nervios la abrumaron, a ella, que no había experimentado esa sensación desde que se cruzó con aquellos ojos verdes.

Anubis tomó una toalla y comenzó a secar sus manos mientras inspeccionaba el cuerpo del hombre. Apenas unas velas iluminaban el lugar, sumiendo el resto del salón en la oscuridad.

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, y dejando la toalla a un lado, alzó la vista hacia las puertas dobles, cortando como cuchillo los ojos azules que lo observaban con una exigente atención.

Thalassa reprimió un jadeo al ser descubierta por la mirada penetrante del dios y, recobrando la compostura, levantó la barbilla y entró en el lugar.

Sus pasos eran apenas audibles, resonando ligeramente en el salón, siendo detallada sin piedad por el pelinegro, que ahora apoyaba sus manos en la mesa sin apartar la mirada.

Thalassa se detuvo al otro lado de la mesa y echó un rápido vistazo al cuerpo que los separaba. El fuerte olor del aceite la mareaba, pero a la vez disfrutaba de la fragancia a hierbas y almendra.

—Hace tiempo que no te acompaña tu amigo —dijo Anubis, rompiendo el pesado silencio.

Thalassa lo miró, frunciendo ligeramente el ceño.

—¿Te refieres a Fylax?

Anubis sonrió con picardía.

—Me refiero a Kynthios —dijo con voz profunda, alejando las manos de la mesa y enderezando su postura, para entrelazar los dedos a su espalda.

Thalassa frunció más el ceño, sorprendida al darse cuenta de que Anubis siempre había sabido que Kynthios la había acompañado ese primer día que se escabulló en el palacio.

—Sabes su nombre... —susurró ella, aclarando su garganta, como si eso pudiera desviar el tema.

—Conozco todos los nombres.

Luz del Olimpo - Ícor y Sangre | Hyunlix | 2do Libro de LDIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora