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Josh

Había decidido que mi vida sería normal, rutinaria. No pretendía alardear con un montón de sueños que no iba a cumplir, el típico cliché de encontrarse a uno mismo.

Por eso la lista de decisiones que llevaba hasta ahora me habían dirigido a una empresa que parecía de lo más mundana posible: una empresa dedicada a productos para mujeres como maquillaje, cuidado de la piel, etc.

Desde que terminé la universidad, mi único propósito fue encontrar un trabajo que involucrara una oficina, un sitio tranquilo donde poder trabajar. El olor a café por las mañanas era mi olor favorito, era como si pudiera existir un olor a la normalidad. Me gustaba, me calmaba.

Tenía tan solo veintidós años cuando inicié en el mundo laboral al cual todos temían. Para mí no fue tan horrible, me gustaba seguir las rutinas y dar lo mejor de mí, por eso no fue sorprendente que ascendiera tan rápido en los siguientes cuatro años. Mi habilidad para hacer las cosas de forma metódica y muy cuidadosa me ganaron muchos cumplidos y ascensos en la empresa.

Mis jefes se dieron cuenta que era un trabajador leal y confiable, no había llegado para irme tan rápido. Afortunadamente notaron mi talento y me ascendieron, ahora era director general de la empresa de cosméticos «La belleza de Atenea» y debía hacer que los demás subordinados me apoyaran con cada proyecto de sus departamentos. Mi trabajo se resumía en dar informes, revisar cada área y entregar análisis meticulosos para la venta de productos. Gracias a esos análisis podía lograr subir las ventas.

Sí, sabía que era un hombre dedicado a vender productos para mujeres (era obvio que no conocía sus gustos), pero tampoco tenía que hacerlo tan de cerca. Simplemente hacía análisis de mercadotecnia, me fijaba en lo que los demás no. Detalles y detalles, eso me servía para saber si una mujer compraría una crema o no.

No necesitaba ser una mujer para saber tampoco.

Tomé un trago de mi tercera taza de café del día y noté que ya se había enfriado. Me había pasado el último par de horas sobre analizando un nuevo producto que salió al mercado. Me levanté de mi asiento y con mi taza en mano fui a la cocina para servirme más café. Ahí estaban algunos compañeros que tan pronto me vieron, disimuladamente o no muy disimuladamente salieron corriendo de la cocina. No estaba sorprendido por ello tampoco, era su jefe después de todo, no se sentían cómodos en mi presencia.

O quizá también era el hecho de que hace unos días les había regañado por no hacer bien su trabajo. Sí, también podía ser eso.

Me serví mi cuarta taza de café, sintiendo el calor colarse por el material de la taza. El olor me encantaba, nada como el café recién hecho. Debían de ser cerca de las cinco de la tarde, así que tuve que regresar a mi oficina para dejar listos los últimos detalles para la presentación del día siguiente.

Este último mes estábamos trabajando en un producto que tenía varias funciones en uno solo, pero aún necesitábamos hacer algunas pruebas. Revisé las imágenes, las estadísticas y finanzas que me compartieron y guardé la presentación.

Podía sonar demasiado aburrido, pero a mí me gustaba. Cuando vi mi reloj ya eran las seis y media de la tarde. Guardé mis cosas y salí de la oficina. Mi asistente, Kennedy, estaba esperándome en el estacionamiento, afuera del auto.

Se podría decir que Kennedy era lo más cercano a un amigo que tenía en esta oficina. Como dije anteriormente, ser el jefe me convertía en alguna clase de villano y por más que intentara, nadie se me acercaba más que para dar malas noticias que solo yo debía resolver.

—Señor Lyle.

Lo saludé y ambos ingresamos al auto. Kennedy no era un tipo de muchas palabras la verdad, lo único resaltante de él era su cabello rojizo y pecas. Debía de tener más o menos mi edad, aunque no estaba muy seguro de eso, a veces parecía mucho más sabio y maduro que yo.

—¿Qué tal su día, señor?

Era muy extraño que me dijeran "señor" teniendo veintiséis casi veintisiete, en especial porque Kennedy debía tener casi la misma edad. Había insistido en que me llamara por mi nombre, pero aún trabajaba en eso.

—Muy bien, ya está lista la presentación de mañana.

—Excelente.

Y esas eran nuestras conversaciones diarias. No había preguntas incómodas o algo más. Me agradaba.

Ya estaba oscureciendo cuando noté que debíamos llevar cerca de una hora en el tráfico. Miré en el espejo retrovisor a Kennedy.

—¿Pasa algo, Kennedy?

—No logro salir de la avenida, señor. Al parecer hay una manifestación en el centro.

Me asomé por la ventana para tratar de visualizar, Kennedy tenía razón ahí estaban deteniendo el tráfico. No pude evitar rodar mis ojos ante eso, odiaba ese tipo de cosas, ¿acaso esos manifestantes no pensaban en las vidas de los demás? ¿En qué había otras personas que debían llegar a casa a descansar? ¡Mañana tenía una reunión importante!

En especial, la gente que se manifestaba en las calles me daba mal rollo. Eran personas que usualmente no tenían nada que hacer con su vida y encontraban interesante el quejarse. Según ellos buscaban cambiar el mundo, pero lo único que veía eran problemas. Nunca lograban nada más que causar caos y tráfico.

Observé a varios jóvenes en medio de la calle con carteles de colores alzando la voz. Nadie podía moverse, solo tocaba esperar. Muchos de ellos lucían cortes de cabello estrafalarios y vestían como si acabaran de encontrar su ropa en un basurero.

Estaban gritando quién sabe qué y hablando en masa que no se lograba entender lo que decían. Una joven de cabello azul estaba en el medio, no era muy alta, pero su gran cartel lograba visualizarse más que los otros, en él decía: «DIGAN NO AL MALTRATO ANIMAL, LOS ANIMALES SON MERECEDORES DE VIDA TANTO COMO LOS HUMANOS».

De nuevo rodé mis ojos, ¿no tenía una frase más interesante? ¿Por qué siempre repetían la misma frase?

Nunca terminaba de entender a las personas defensoras de los animales, ¿por qué parecían odiar a su propia especie y se decantaban por seres que eran incontrolables?

OK, lo admitía. No me gustaban los animales, nunca tuve mascotas en mi infancia pero tampoco tuve la necesidad. Me bastó con aquella mordida que me dio un perro en la cara a mis cinco años para no confiar más en ellos. Por mucho que el ser humano se esforzara en amar a los animales nunca podrían domarlos. 

Esa joven era el ejemplo perfecto de que nuestra sociedad estaba en decadencia. Tan solo mirar la cantidad de químicos que llevaba en su cabello. Nadie con dos dedos en la frente se dañaría el cabello de tal forma, seguro las neuronas de su cerebro habían muerto tan pronto los químicos llegaron a  su cuero cabelludo. Por suerte, no tuve que verla gritando más ya que Kennedy había encontrado un atajo y logramos salir de ese atascamiento de coches.

Ya eran las ocho de la noche y viendo las noticias de nuevo aparecieron esos manifestantes como un mal augurio. Ojalá entendieran qué no iban a lograr nada, pero al menos no tendría que verlos de nuevo. 


La manifestación del amor | CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora