XX

40 4 0
                                    


Aina tenía seis años cuando lo vio por primera vez. Pequeño, tímido, solitario. El hombre a su lado, en cambio, por más triste se viera, era todo lo contrario. Un porte lleno de recelo y al mismo tiempo seguridad que hizo que su madre apretara su mano entre sus dedos.

—Escucha, Aina —ella le había dicho en voz baja, mirando al frente —. No te involucres más de lo necesario. No queremos problemas.

Aunque no estaba segura de a lo que se refería, eso solo hizo que quisiera hacer todo lo contrario.

La siguiente vez que lo vio fue unos días después. Sentado en el pórtico de su casa, el niño de quien realmente nunca había oído el nombre, parecía estar esperando. Por la mochila abandonada a un lado, supuso que como ella, había vuelto de la escuela. Aina frunció los labios, observó su propia casa, cuyas luces también estaban totalmente apagadas y suspiró.

—Um, ¿todo bien? —le preguntó al acercarse. Sus hombros al saltar delataron su sorpresa.

—Sí, uh... Olvidé la llave —contestó.

—¿Y tu papá?

El niño miró a un lado, pensativo.

—No creo que demore... mucho.

—Hm... —Aina juntó sus manos tras su espalda. Para la gente normal de las cúpulas era raro cerrar sus puertas con llave, pero siendo que sus padres tenían el mismo nivel de cautela, no le sorprendió en lo absoluto. En cambio, una idea fugaz pasó por su mente, superando aquel comentario que su madre le había hecho el día anterior, y una sonrisa juguetona apareció en su rostro —. ¿Quieres venir a mi casa, entonces? ¡Tenemos galletas!

Él dudó, notoriamente.

—¿Puedo? —preguntó, con las cejas fruncidas y la cabeza inclinada en confusión.

Aina asintió más efusiva de lo planeado y estiró las manos para agarrar su brazo y forzarlo a levantarse. Qué pregunta tan graciosa era esa cuando ella misma lo estaba invitando. ¿Quizá su padre, como los suyos a ella, le había dicho algo? Pero no preguntó al respecto, porque para cuando volvió a verlo mientras lo llevaba prácticamente a remolque, su expresión había cambiado.

¿Estaba reteniendo una sonrisa? ¿O quería llorar? A la Aina de seis años la confundió su reacción.

—Ah, cierto —ella recordó mientras cruzaban la calle. Dejó ir su mano y dio media vuelta —. ¡Me llamo Aina! Creo que nuestros padres trabajan juntos ¿Y tú?

—Theo...

Aina sonrió y volvió a tomarlo de la mano para llevarlo a su casa.

—¡Genial! La próxima vez que no tengas llave o estés solo, puedes venir a mi casa. Yo también haré lo mismo, ¿te parece?

Hubo una pausa, quizá fueron muchas palabras muy rápido para su edad, o quizá solo estaba tratando de asimilarlo, como sea, a Aina le sorprendió cuando le dio un leve apretón en la mano y le mostró una sonrisa llena de genuina felicidad y agradecimiento.

—¡Sí! —él asintió y por un momento Aina comprendió lo que era no saber cómo reaccionar.

Ese gesto... Ese simple gesto se había sentido mucho más cálido que todas sus interacciones con su familia.

 Ese simple gesto se había sentido mucho más cálido que todas sus interacciones con su familia

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
DIGIMON: PROYECTO NEXUSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora