8/03/2004

23 2 0
                                    

(Gerard)

Había quedado con Frank el día de hoy, todo había transcurrido con aparente normalidad. Y digo estoy, porque los gritos de parte de mi madre se hicieron notar en algún punto del día, pero esta vez no fueron tan estridentes como las otras veces. Todas las mañanas escuchaba cómo le gritaba a mi hermano, a veces hasta el punto de hacerlo llorar, ella era fanática de llevarlo a clases de karate, para mí que quería que fuera como Daniel Larusso. Era evidente, aunque en un prinicio le haya resultado algo entretenido, con las constancias críticas de mamá y de los maestros, el hecho de que descuidara la escuela para practicar y la tendión de tener que quedar bien en los torneos, hacía que la diversión pasara a segundo plano. O peor aún, que desapareciera.

Él no decía nada, ya con once años estaba por entrar a la secundaria, y diferencia mía, se esforzaba por no acabar como yo. Mikey parecía una persona tímida frente a mi madre, aunque no le molestaba pasar gran parte de su tiempo a su lado, ¿o es que acaso le gustaba sufrir? No lo sé, pero cuando iba a la escuela no desaprovechaba su oportunidad de socializar. Y mientras yo me la pasaba de vago, solo y depresivo, Michael era el amo de la clase. Todos los niños se llevaban bien con él, muchos lo admiraban por su talento, aunque de talento no tenía nada (y no es por ser malo), todo se debía a los esfuerzos desde los cuatro años.

Así es, estuvo atrapado la mayor parte de su vida, y el hecho de hacerlo así, hacía que su ceguera creciera. No sabía diferenciar entre lo que le hacía bien o mal, ya que el karate fue parte de él durante toda su infancia, y me preocupa que también lo sea en su adolescencia. Esta vez, Mikes cooperó y se levantó temprano, no para ir a la escuela, sino a practicar en aquel instituto, mismo en el que en algún momento me quiso meter. Quizás por eso no me llevaba parte de sus gritos, pero sentía que me veía como un estorbo, solo a veces, cuando le convenía.

Lamentablemente, la situación de Frank era igual o peor, por lo que me sentía terrible al hablar sobre mis problemas, ya que lo estaría cargando. Había veces en las que nos juntábamos e intercambiábamos lo que nos pasaba en el día, otras, solo ignoramos todo y nos centramos en cualquier otro tema. No había que saturarse, tampoco. Ya me había cansado de dibujar, en la oscuridad, pues eran las seis de la tarde y el crepúsculo se hacía evidente. Fue entonces que agarré mi teléfono y comencé a ver las notificaciones. Cero mensajes de voz, cero mensajes de texto y, claro, una sola llamada provinente de la compañía para recordarme el pago atrasado en la línea.

Después de eso, no había nada. Entré a WhatsApp y entre los contactos que tenía estaban mis compañeros del colegio, con lo que solo me escribía para que me pasaran las tareas, o saber cosas puntuales del colegio. Mi madre, Mikey, quien pienso que es demasiado joven para el uso de redes sociales, pero no lo culpo, también necesita socializar.

Y por último estaba Frank, la razón por la que aún no me volvía loco. Sonreí al ver su foto de perfil, porque después de tanto mantenerla en un fondo gris, por fin decidió colocar una fotografía suya. Y lo mejor era que ambos posamos en la foto, de noche, en un parque. A menudo teníamos encuentros (o citas), solo que no le poníamos ese término porque ninguno quería admitirlo, pese a saber que nos gustamos mutuamente.

En fin, habíamos quedado a eso de las cinco y media, ya habían pasado treinta minutos. No debería sorprenderme, porque cualquiera puede tener una tardanza, pero cuando esa media hora se convirtió en cuarenta y cinco minutos, después una hora, y luego una hora y veinte, supe que algo estaba pasando. Indeciso, le envié un mensaje, algo corto pero conciso:

"Hola, ¿todo bien? Me avisas cuando estés aquí."

Aunque era bastante probable que ese día no nos veamos, no quise perder la esperanza. Al ver el símbolo de verificado, supe que su teléfono estaba con línea. Frank se conectó, pero no leyó mi mensaje, es decir, no entró a mi chat.

Comencé a desesperarme, quise que respondiera y los nervios y la ansiedad se apoderaron de mí, haciendo que vuelva a escribir.

"¿Frank...?"

"¿Quieres que vaya por ti?"

Pero tampoco se atrevía a ver los mensajes. Pensé en ir hasta su casa, pero también podía estar pasando un mal momento, que esté castigado o que esté ocupado haciendo algo más importante. También cabía la posibilidad de que me encontrara con su temido padre, y es que en todo el vecindario, Cheech daba mucho que hablar. A él no le importaba si era un niño o un anciano, si estaba cuerdo o loco, ebrio o sobrio, no discriminaba, a él le daba todo igual y si sentía que debía pelear con alguien o hacía sin pensarlo mucho.

Y luego está la pregunta ganadora: pero, Gerard, ¿por qué no llamas a la policía? Es muy fácil, en los barrios de Nueva Jersey, aquellos en los que ni siquiera llegaban las noticias, donde la gente era abandonada por sus gobernantes y tragedias eran el pan de cada día, no había autoridad. Por más que se llamara, no había caso, nadie acudiría. Era la ciudad perdida. Una ciudad corrompida.

Ya a las siete y diez, al fin recibí un mensaje. Pero este no me proporcionó ninguna seguridad.

"Lo hizo. Acabó conmigo. Superó todo lo que creí que pudiera hacerme."

No tenía el contexto, pero a partir de eso podía deducir de qué trataba. Escribí:

"¿Te duele algo?, ¿quieres que vaya por ti?"

"Me preocupas..."

Sabía que no debía insistir tanto, cada persona merece tener su propia privacidad y tiempo para solucionar sus propios problemas. Pero Frank no tenía problemas, él era una víctima.

Después de un rato sin escribir, mandó un mensaje de voz, en donde se escuchaba sollozando, llorando, maldiciendo en voz baja y volviendo al punto inicial. No decía mucho, la calidad y la voz baja de Frank tampoco me dejaban entender, por lo que tuve que repetir el audio muchas veces para sacar algo de información.

―Él lo sabe, Gerard, sabe (...), creí que solo me pegaría y (...). Creí que había sido el fin, yo (...). En verdad lo siento, lo siento. Soy un maricón de (...)

Lanzaba sus disculpas al aire, yo no podía hacer más que una mueca de dolor al escuchar todo eso. Pese a no entenderlo bien, sentí la necesidad de estar a su lado, de alejarlo de las garras de su padre y traérmelo a vivir conmigo. Pero luego recordé que además de ser cobarde, mi familia también es disfuncional.

Estaba perdido, ambos lo estábamos.

My traumatic romance | FRERARDDonde viven las historias. Descúbrelo ahora