32. El barba blanca

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Envidiaba las películas yankees y sus copos de nieve cayendo en la punta de la lengua de los protagonistas mientras santa llegaba en su trineo a dejar sus regalos debajo de un hermoso pino blanco.

Yo había tenido la suerte de nacer en Argentina. Yo festejaba navidad en verano.

Lo único que lograba reposarse sobre mi lengua en esos momentos era la bocha del helado que me había comprado para ayudarme a combatir el calor.

Cerré los ojos al saborear mi sabor favorito. Pricilla corría de un lado a otro en el jardín y papá regaba las plantas.

Yo descansaba en el cordón de la vereda.

La temperatura sobrepasaba los treinta grados y aún así papá insistía en dejar el jardín impecable para la noche.

Los Brown iban a venir a cenar con nosotros como todos los años y como todos los años íbamos a brindar con champagne al llegar las doce.

Tal vez no iba a ser la mejor de las navidades pero, probablemente sería la última en la que todos coincidieramos y por el bien de mi salud mental, me merecía un final feliz.

Levante la vista al escuchar como las cuerdas del bajo de Sophia hacían fricción. Su ventana se encontraba abierta y sus altavoces al tope.

Reconocía aquellos acordes y recordaba los altos como si yo misma los hubiese compuesto.

Papá dejó de regar y una sonrisa se dibujo por su rostro.

—hace mucho no la escuchaba tocar.

—ya.

—me acuerdo cuando de pequeños tu y los chicos nos tocaban canciones en las ocasiones festivas. Me hacían reír tanto que me daban dolor de estómago.

—eramos pésimos.— conteste con franqueza al recordarnos.

En aquellos años Francis no tenía ni batería ni paletas frontales en la dentadura. Su tambor eran latas y sus platillos el silbido del aire al salir por su pequeña compuerta. Sophia y yo tocábamos nuestras desafinadas guitarras y cantábamos con la voz ronca de tanto haber gritado en la pijamada anterior.

Eramos pequeñas estrellas. Gigantes pequeñas estrellas.

Era extraño pensar que en esos años, cuando aún la inocencia nos carcomia y esperábamos nuestros regalos debajo del árbol, nuestro mayor deseo era que jamás tuviéramos que separarnos. Por qué aunque mi madre no fuera la suya ni su padre el mío, nosotros éramos hermanos.

Era extraño pensar en esos años por que, pisando nuevamente aquella época del año, nosotros a pesar de encontrarnos tan cerca, nos separaban kilometros de distancia.

Nuestros latidos ya no parecían estar sincronizados, ni nuestros cerebros tararear la misma canción.

Yo había elegido una familia y esa familia hoy no estaba segura de si quería elegirme a mi.

—vi a Michelle hoy.

Mis ojos se posaron en los de mi padre. Había girado hacia él tan rápido como piloto de formula uno.

—¿Y como esta?

Él me observo de reojo, luego volvió a concentrarse en el regado del césped.

—bien. Fue a visitar las oficinas. Cristian le dio un recorrido por las instalaciones, quiere que vaya familiarizandose con el oficio.

Asentí y la sonrisa que se había formado en mi rostro nunca antes se había sentido tan vacía.

No verla era una tortura. Me preguntaba a diario si ella se encontraba igual, si ella también extrañaba mi perfume como yo tanto extrañaba el de ella.

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