Cuatro

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Llamaron al timbre. Eran las nueve de la noche de un domingo de octubre cualquiera. Ya comenzaba a hacer frío. En casa, no esperaban a nadie a esa hora. Estaban dispuestos como siempre: Esteban y Rosa en el salón viendo la tele, y Ale encerrada en su cuarto para no estar cerca de él. Rosa se levantó para abrir. Quedó muy sorprendida al encontrar a Alicia y a su madre al otro lado de la puerta. Tras intercambiar unas palabras, la expresión de Rosa pasó a adquirir un tono triste y agotado, como si estuviera cansada de la misma historia.
—Han venido a buscarte. Baja enseguida —ordenó Esteban a Ale.
En su mirada, esta pudo ver una mezcla de malicia y satisfacción. Bajó las escaleras con un nudo en la garganta mientras él se acomodaba para disfrutar de lo que estaba por pasar.
—Pregúntale —dijo la madre de Alicia señalando a Ale con tono acusador—. No lo puede negar, en el móvil de mi hija están las conversaciones... —Ale miró a Alicia desconcertada. En su rostro, había señales de haber estado llorando largo rato.
—Lo comprobaremos. Ale, dame tu móvil —ordenó Rosa.
—¿Qué es lo que pasa? —Ale no entendía a qué venía todo eso ni por qué Alicia la estaba mirando de esa forma. Rosa le arrebató el móvil de las manos. Al cabo de unos segundos, anunció...
—Nada —dijo mostrando a la madre de Alicia el chat con su hija.
—Claro, lo ha borrado. Pero en el móvil de mi hija están las pruebas y en el grupo de las niñas también. Compruébalo tú misma. —Le entregó el teléfono.
Rosa estuvo unos segundos leyendo una supuesta conversación entre Alicia y su hija esta tarde, cosa de lo que Ale no tenía la menor idea. Si no recordaba mal, no había hablado con Alicia desde por la mañana. Rosa asintió con gesto grave y se disculpó varias veces sintiendo una mezcla de decepción y vergüenza.
—Sé que habéis pasado por cosas duras... —comenzó a decir la madre de Alicia—. Pero nada justifica que insulte a mi hija y a las demás de esta manera y sin motivo, después de lo bien que se ha portado con ella a pesar de todo...
Con ese «todo», Ale sabía exactamente a lo que se refería: después de haber permitido que su hija se juntara con una niña tan problemática que había tenido que cambiar de colegio varias veces, así se lo pagaba. Sin embargo, Ale ya no era la misma chica que era cuando conoció a Alicia. Se estaba esforzando por no causar problemas para que no la llevaran a otro colegio lejos de ella. Su amistad era lo único bueno que le había pasado últimamente. Por nada del mundo quería perderla.
Rosa le puso a Ale el móvil delante y le hizo una pregunta clara y concisa.
—¿Has escrito tú todo esto? —Ale se quedó sin palabras al ver lo que tenía delante. «Zorra», «das asco», «eres tan fea que nadie va a quererte», «en el fondo todos te odian...». Esto era alucinante. Ale le suplicó a Alicia que la creyera. Ella no había escrito nada de eso. No sabía cómo había podido pasar, pero ella nunca sería capaz de hacerle algo así.
—Encima tiene el descaro de negarlo. Vámonos, Alicia, no tenemos nada más que hacer aquí. —Ale les cortó el paso.
—Se lo juro, señora. Yo no he escrito nada de eso. Alicia es mi amiga. Nunca le diría esas cosas. —Estaba hablando con el corazón en la mano, pero sintió que se lo partían en mil pedazos cuando la madre de Alicia pronunció las siguientes palabras...
—Mi hija ya no es tu amiga ni volverá a serlo. Aléjate de ella —dijo mirándola con tanta fiereza que parecía que los ojos se le iban a salir de sus órbitas. Luego, se dirigió a Alicia—. Te prohíbo rotundamente volver a acercarte a ella. ¿Me has oído? Si me desobedeces, habrá consecuencias. —Alicia asintió y, sin decir una palabra, siguió a su madre hasta la salida.
Rosa volvió a disculparse y repitió que tomaría medidas muchas veces hasta que, por fin, cerró la puerta.
—Mamá, yo no he escrito esos mensajes. Por favor, tienes que creerme —le suplicó Ale. Esta ni siquiera respondió. Su rostro volvió a adquirir ese tono triste y cansado.
Esteban aprovechó para entrar en escena.
—Ya has tenido suficiente por hoy. Lo mejor es que te vayas a dormir. Yo me encargaré —le dijo a Rosa con voz cálida. Como hipnotizada, esta accedió y dejó que Estaban la acompañara hasta la cama y le diera unas cuantas pastillas para coger el sueño.
Ale sabía lo que vendría a continuación. No estaba dispuesta a permitir que Esteban volviera a encerrarla con llave en su cuarto, así que abrió la puerta principal para marcharse a la casa de su abuela, pero este la agarró del brazo antes de que pudiera conseguirlo. Lanzó un grito. Esteban le tapó la boca y le dijo que se tranquilizara. Aún sin apartar la mano, casi impidiéndole respirar, comenzó a hablarle al oído:
—Tu madre tiene depresión por tu culpa. Cualquier día conseguirás que enferme y se muera como tu padre. Le haces daño a ella y ahora también a tus amigas. No eres buena para nadie. Nadie va a quererte. ¿Quieres marcharte de casa? De acuerdo. Fuera.
La empujó y cerró la puerta. Ale hubiera esperado que la encerrara en su habitación durante días, que no la dejara hacer llamadas, que le impidiera salir con sus amigos o ir al karting con su tío, incluso que le rompiera algunas de sus cosas, pero no eso. La casa de su abuela estaba lejos y había olvidado el dinero para el metro. Todas las puertas del bloque estaban cerradas. Se quedó sentada en las escaleras esperando a que le abriera, pero pasaron horas y la puerta continuaba cerrada. Le avergonzaba que alguien pudiera verla ahí. Sin embargo, por orgullo, no pensaba suplicarle a Esteban que la dejara entrar. Sin poder hacer nada más, se metió en la habitación del conserje y pasó la noche allí, rodeada de material de limpieza y trastos estropeados. Entonces, se dio cuenta. Algo tan ruin como insultar de esa manera a Alicia solo era capaz de hacerlo alguien sin corazón. Había sido Esteban, no tenía duda. Él disfrutaba aislándola, apartándola de lo que le gustaba y de la gente que quería, haciendo que pensaran mal de ella. No podía explicarse por qué la odiaba tanto, por qué se empeñaba en hacerla sufrir cada día, pero, esta vez, se había superado. Le había quitado a la única persona que realmente consideraba su amiga. La había dejado sin nada. Su madre no la creía, su familia pensaba que era una niña problemática, su mejor amiga la odiaba; y, sin embargo, todas esas personas adoraban a Esteban, el verdadero culpable de todo lo malo que le pasaba y, pese a ello, un gran hombre ante los ojos de todos. Ale se sentía agotada. Era un cansancio físico y mental. Estaba harta de suplicar que la creyeran, de pedir a gritos un gesto de amor, de que todos le dijeran lo horrible que era y, sobre todo, de intentar demostrar cómo era en realidad. Tal vez fuera en vano. Tal vez todos tenían razón. Tal vez era problemática, cruel, hacía daño a los demás y no merecía que la quisieran. En esa habitación, sola, bajo una luz vacilante y sentada en un sillón deshilachado, terminó por asumirlo. Así sería más fácil.
Pasadas las siete de la mañana, volvió arriba. La puerta estaba entreabierta. Sin pensarlo, corrió a su habitación y se metió bajo las sábanas. Esta vez, era ella quien quería quedarse encerrada algunos días o, si fuera posible, para siempre.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora