Veintinueve

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En casa de Oliver, se oyó el estremecedor sonido de la cerradura siendo forzada. Dos figuras envueltas en sombras penetraron en la vivienda con afilados cuchillos por manos. No había signos de presencia humana. Todas las luces estaban apagadas y no provenía ningún sonido de las habitaciones. Los asaltantes cerraron cuidadosamente la puerta y procedieron a registrar el lugar. Entonces, en medio de la oscuridad, vieron un cuerpo negro en el que se reflejaba la luz de la ventana. Babeaba en exceso y sus ojos mostraban un instinto asesino. Un enorme rottweiler de cuerpo musculoso y afilados colmillos se abalanzó sobre ellos. Fue el regalo de Oliver para quienes iban a matarlo.

El Sur había sido invadido por las sombras. El antes pacífico y calmado barrio se había convertido en un escenario de terror donde mentes enfermas proclamaban el caos tomando la muerte y la destrucción como parte de un juego. Las calles estaban cubiertas por una espesa nube de humo en la que no se distinguían los monstruos de los héroes, en la que los héroes se volvían monstruos para sobrevivir. Una solitaria figura caminaba por esas calles lúgubres y tenebrosas. Se fundía con la niebla y repartía muerte. En medio de la oscuridad, percibió el brillo de unas luces en movimiento. Cinco enmascarados se aproximaban veloces en motocicletas. Dos de ellos cayeron repentinamente al suelo haciendo que los otros dieran un brusco parón. Al acercarse a ellos, vieron que brotaba sangre de sus gargantas. Habían sido cortadas por un fino alambre de metal.

—¡Vámonos de aquí! —gritaron. Sin embargo, cuando iban a arrancar las motos, encontraron clavos en las ruedas. El sonido de unos pasos hizo que un sudor frío recorriera sus cuerpos.

—¡¿Quién está ahí? —gritó uno de ellos agarrando su navaja. Entonces, otro lanzó un grito de dolor. Tenía tres clavos en la espalda que debían haberse disparado con una pistola muy potente.

—¡Corred! —gritaron atemorizados en un intento de salvarse. Sin embargo, en ese momento, la carretera empezó a arder cortándoles el paso. No se habían dado cuenta, pero el suelo que pisaban estaba empapado de gasolina. La luz de las llamas les permitió ver a su atacante. Traje gris. Máscara cubriendo su rostro. La persona que les daría muerte era uno de ellos.

Destruido El Refugio, los guardianes de Tésur se disponían a lanzar su segundo ataque. Para proteger el bar de Tom, el Sur había reunido todas sus armas convirtiéndolo en una fortaleza infranqueable. Sin embargo, la pérdida del Refugio les había hecho pensar que quizás no fuera suficiente.

—Tranquilo, Tom. Tu bar no será destruido, al menos no hoy —dijo Nico, quien consideraba ese sitio como su segunda casa.

—Puedes estar seguro de que haremos todo lo que esté en nuestra mano para defenderlo —añadió Ale.

Tom les dedicó a ambos una cálida sonrisa. No obstante, sus ojos escondían tristeza. Había considerado varias veces entregar el bar para evitar el catastrófico enfrentamiento que se avecinaba. Sin embargo, los chicos no se lo habían permitido. Ese sitio era el corazón del barrio. Si dejaban que el Norte lo destruyera, todo estaría perdido.

—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —Esa era la voz de Nacho, quien traía a varios heridos de la lucha en El Refugio. Los trasladaron inmediatamente al sótano del bar, donde estarían protegidos.

—Lo siento mucho, Ale. No he podido evitar que quemaran nuestro edificio —dijo con lágrimas de impotencia.

—Estáis todos bien. Eso es lo único que importa. —Lo abrazó contra su pecho.

—Voy a pelear con vosotros. No dejaremos que ocurra lo mismo con este bar. —Su voz sonaba decidida y llena de rabia. El dolor que Óscar le había causado había alimentado sus ansias de destruir al Norte.

—Así será —contestó firme.

Nacho se aseguró de que los heridos tuvieran lo necesario para reducir el dolor. No obstante, entre ellos había alguien cuyo dolor no se curaba con unos analgésicos.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora