Siete

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Ale hubiera preferido mil veces quedarse en casa, pero Esteban dejó claro que no pensaba consentirlo dado su reciente comportamiento. «Ni hablar, vamos todos juntos en familia» sentenció. Ale lo miró con repudio. «Tú jamás serás mi familia» dijo para sí y se subió al coche.

A las dos de la tarde, justo la hora del almuerzo, llegaron a su invitación en casa de Enrique. Esteban y él eran muy amigos y solían quedar al menos tres veces al mes, cosa que era bastante inapropiada, dado que Enrique era el psicólogo de su madre. «¡Bienvenidos!» dijo alegremente al abrirles la puerta. Su esposa estaba a su lado, tan estirada e hipócrita como de costumbre.

—¿Qué tal estás, Alejandra? Me alegra que hayas venido. Esteban me estuvo comentando que te has integrado muy bien en el nuevo colegio. Estaba segura de ello, yo se lo recomendé —dijo sin ocultar su arrogancia. Ale contestó con una sonrisa forzada y pasaron para adentro.

La casa estaba situada en una urbanización en las afueras de Barcelona. Era bastante grande y bonita y tenía un jardín precioso con piscina. Sin embargo, a Ale cada minuto allí se le hacía más insoportable. Nunca sentía tanto el aburrimiento como en esos días, sentada durante horas en un sillón de tela azul cielo sin ningún tipo de entretenimiento mientras los adultos comían y charlaban. Sin embargo, eso no era lo que más odiaba. Lo peor, sin duda, era tener que aguantar a la esposa de Enrique, quien se creía con el derecho de darle consejos a su madre sobre cómo debía educarla. «No sé cómo has permitido esto, Rosa. Mis hijas están perfectamente educadas. Buenas notas, comportamiento ejemplar en la escuela y en casa... Hace dos meses me pidieron irse a Estados Unidos para aprender inglés y accedí, desde luego. Tener idiomas es de vital importancia» decía con aire orgulloso. A Ale no le extrañaba que esas chicas hubieran querido largarse lo más lejos posible en cuanto tuvieron oportunidad, para escapar de la madre o, mejor dicho, de la sargenta que tenían.

Al cabo de unas horas, empezó a oscurecer. Los adultos llevaban bastante rato acumulando copas de vino sobre la mesita del porche. Estaban tan concentrados en su tertulia que no se dieron cuenta de las diminutas gotas de lluvia que empezaron a caer lentamente. Ale las veía resbalar por la ventana del salón como única forma de entretenimiento. Entonces, tuvo una sensación insólita, como si alguien la estuviera observado. Al girar la cabeza, encontró a un precioso perrito mirándola fijamente. «Se llama Caramelo. Lo encontramos en la calle la semana pasada y decidimos quedárnoslo. Estoy seguro de que seréis buenos amigos» le dijo Enrique. Y tanto que lo serían. Las tardes eternas en esa casa habían terminado. Con Caramelo allí, el tiempo pasaría en un abrir y cerrar de ojos. «¡Caramelo, cógela!». Ale le lanzó una pelota y el animal la agarró entre sus dientes. Sin embargo, en lugar de devolvérsela, corrió hacia el jardín de detrás. Aprovechando que los adultos estaban distraídos, fue tras él.

Ya había oscurecido por completo. El suelo desprendía un intenso olor a hierba mojada. «¡Caramelo, ven, bonito!» exclamó Ale. Oía sus ladridos provenientes de un cobertizo de madera en el otro extremo del jardín. Se había metido dentro. Esta palpó por las paredes para encontrar el interruptor de la luz, sin éxito. Entonces, sintió al perrito junto a sus piernas. Estaba temblando. Ale pensó que por el frío. Se agachó para cogerlo, pero se escabulló y salió al jardín. «Te gusta que te persiga, ya veo...». En el interior del cobertizo, se concentraba bastante humedad y el agua se colaba por las rendijas del suelo. El olor era desagradable, como a podrido. Ale no sabía de qué provenía, ya que la luz que entraba por la puerta era insuficiente para distinguir los objetos. Tuvo una sensación extraña. Palpando a ciegas por una mesa, se clavó el filo de un cuchillo. «¡Arrgh!». Una gota de sangre brotó de la palma de su mano. Intentó no alarmarse. Era un simple cuchillo, un objeto de lo más cotidiano; pero esa extraña sensación no había desaparecido. Notó algo en el suelo, un charco. «Será agua de la lluvia» supuso. Escuchaba los ladridos de Caramelo, que estaba parado fuera a pesar de la lluvia. No quería entrar por alguna razón y gruñía, pero ¿a qué? La sensación de antes se transformó en un miedo insólito, pero, al mismo tiempo, la invadía la curiosidad. ¿Qué era lo que olía tan mal? Sin que se diera cuenta, alguien se acercó al cobertizo y, de repente, cerró la puerta. «¡Eh! ¡Quién está ahí! ¡Ábranme!» gritó haciendo fuerza, pero la cerradura estaba atascada. De un momento a otro, el miedo se convirtió en pánico. No veía nada y ese olor intenso estaba empezando a marearla. Necesitaba salir de ahí. Buscaba algo con lo que golpear la puerta cuando resbaló por culpa del charco del suelo. «¡Maldito charco!» gritó presa de la ansiedad. Se apoyó en lo que parecía ser un congelador para levantarse. Había más de uno. Entonces, se le heló la sangre. Al abrir uno de los congeladores, se dio cuenta de que estaba en una habitación llena de animales muertos. Sintió ganas de vomitar. El charco que estaba pisando no era agua, sino sangre. Su ropa y sus manos estaban manchadas. Con la luz interior del congelador, pudo verlo: un jabalí muerto encima de la mesa rajado por la parte del abdomen, derramando su sangre; aves sin vida colgadas de una cuerda en la pared; decenas de perdices amontonadas en el congelador. Sintió que no podía respirar. La ansiedad le apretaba el pecho impidiendo que el aire entrara en sus pulmones. Llorando y gritando, golpeó la puerta con todas sus fuerzas hasta que consiguió abrirla. Salió corriendo de ese cementerio y, en el pasillo que conducía al jardín, se encontró a su madre.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora