Nueve

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Ale llegó al hospital abriéndose paso entre la gente. Si hubiera podido, habría hecho desaparecer los protocolos, las enfermeras con camillas, los ascensores y, en definitiva, todo lo que le estaba impidiendo llegar a la habitación de la abuela de Carmen lo antes posible. Mientras esperaba, leía los mensajes de Carmen de las últimas dos semanas, muchos de los cuales nunca había respondido. Había estado tan centrada en la banda que se había olvidado de todo lo demás.

Esa mañana llegó a casa con el tiempo justo para meterse en la cama antes de que su madre regresara del hospital y se diera cuenta de que había pasado la noche fuera. Tapada hasta arriba para que la ropa no la descubriera, interpretaba el papel de dormida cuando Rosa entró en su habitación.

—Ale, te he llamado un montón de veces. ¿No deberías estar en el hospital? —dijo para su sorpresa.

—¿En el hospital? ¿Por qué?

—Por la abuela de Carmen. ¿Es que no lo sabes? Matilde ha sufrido otro ictus —contestó. Tal y como oyó esas palabras, Ale dejó atrás sus planes con el Sur y se fue directa al hospital.

Llegó lo más rápido que pudo, dejando la moto mal aparcada y discutiendo con unas señoras por entrar primero en el ascensor. Cuando por fin alcanzó la planta donde estaba Matilde, se encontró a Lucía justo delante de la habitación.

—Vaya, pensábamos que no aparecerías... hasta Carmen lo pensaba... Puedes marcharte, Matilde ya está bien. Lo malo ya ha pasado y nosotras estábamos aquí para apoyarla —le restregó. Definitivamente, su maldad parecía no tener fin. Ale prefirió guardar silencio.

Los padres de Carmen acababan de volver de la cafetería del hospital. Habló con ellos durante un rato hasta que esta salió de la habitación. Cuando vio a Ale allí, su expresión cambió por completo. Lucía sonrió pensando que la echaría en ese mismo instante, pero, en lugar de eso, se lanzó a sus brazos y arrancó a llorar.

—Gracias por venir —dijo entre sollozos.

—Perdóname por no haber llegado antes. No sabes cuánto me arrepiento.

—Mi abuela quiere vernos a las dos. —Ale asintió y entraron juntas en la habitación, ante los ojos envidiosos de Lucía.

La estancia era amplia y luminosa. Una vela aromática colocada por Carmen sustituyó el particular olor a hospital por un agradable olor a vainilla, el favorito de su abuela. Matilde descansaba tumbada sobre la cama, llena de cables y con una bonita pulsera color violeta en la mano derecha. Observó cómo Ale se fijaba en ella.

—¿Te gusta? —dijo con cierta dificultad, pero con esa expresión dulce y amable que siempre poseía.

—Mucho. ¿Es una pulsera de la suerte?

—Así es. —Quiso incorporarse y Carmen la ayudó—. Cariño, coge ese bolso que me trajo antes tu madre. Dentro hay varias cajitas, pero, una en concreto tiene el lacito celeste. Tráemela.

Carmen rebuscó entre las muchas cajitas que su abuela guardaba en ese curioso bolso y, finalmente, encontró la que buscaba. Ale no pudo evitar sonreír al comprobar que Matilde no había perdido su costumbre. En esas pequeñas cajitas guardaba cosas muy valiosas para ella, y siempre las tenía repartidas por los bolsos y cajones. Aun con dos ictus, recordaba perfectamente qué había en cada una y, cuando llegaba el momento, abría la indicada para mostrar a los demás qué guardaba en su interior como si de un tesoro se tratase. Ale se acordó de aquella vez en la casa de Carmen cuando Matilde se enteró de que tenía pesadillas todas las noches. Fue rápidamente a su habitación, abrió el primer cajón de la cómoda y sacó una caja blanca de mediano tamaño con plumas pintadas en color naranja y aguamarina. De su interior, sacó un precioso atrapasueños que entregó a Ale como regalo.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora