Cinco

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—Chino, ¿dónde se supone que vamos? Te he pedido que me lleves a casa —dijo Ale al darse cuenta de que había tomado otro cruce. Este no pareció enterarse, estaba completamente absorto en sus pensamientos—. Eh, ¡Chino! ¡Que dónde coño vas!
—No te voy a llevar a casa, Ale —reaccionó.
—Mira, hoy han pasado muchas cosas. Lo menos que necesito es ir a otro bar... —dijo intentando mantener la calma. Chino seguía sin ceder.
—Me da igual, no te voy a dejar sola después de lo que acaba de pasar. A nadie le viene bien aislarse en momentos como este. —Ale estaba empezando a cabrearse.
—Te lo repito, solo quiero ir a casa. Por favor, da la vuelta —le rogó.
—Lo siento, creo que eso es lo que menos necesitas.
—¡Tú no puedes decidir por mí! ¡¿Qué te crees?! ¡Prácticamente no nos conocemos, ¿con qué derecho haces esto?! —exclamó muy enfadada.
Chino seguía insistiendo en que no iba a dejarla sola. A Ale la situación no le gustaba ni un pelo. Habían entrado en carreteras que no conocía. ¿Dónde la estaba llevando ese pirado? Sería mejor que diera media vuelta o acabaría saltando del coche.
—Para ahora mismo —le dijo muy seriamente.
—Ale, confía en mí. No vamos a un bar ni nada, de verdad. Te gustará.
—Para ahora mismo o salto del coche.
—Madre mía. Sabía que Lucía debía de ser una cabrona de las buenas, pero no me imaginaba que tanto. La odio por lo que te ha hecho. —Chino estaba tan concentrado en lo que había pasado en el bar que apenas estaba prestando atención a Ale. Esta no lo dudó ni un momento. Aprovechó que disminuyó la velocidad ante un stop para abrir la puerta y salir del coche. Chino dio un parón en seco.
—Pero, ¡¿qué haces?! ¡¿Estás loca?! ¡¿Cómo te vas a bajar así?!
—¡Tú sí que estás loco! ¡¿Qué cojones te pasa?! ¡Te estoy diciendo que pares! ¡Dime ahora mismo dónde vamos! —Ale tenía la respiración acelerada y el cuerpo en tensión. Estaba preparada para salir corriendo si el chico amable y gentil que se había sentado a su lado en clase de filosofía resultaba ser un pirado. Ya no se fiaba de nadie. Chino por fin comprendió lo mucho que la había asustado.
—Lo siento, he sido un estúpido. Estaba pensando en todo lo que ha pasado y apenas te he escuchado. Tienes toda la razón, lo siento, de verdad. —Ale se relajó y aceptó sus disculpas.
—¿A dónde te estás dirigiendo?
—A mi barrio, el Sur. Me gustaría que lo conocieras. La gente de allí es muy diferente a los idiotas del instituto. Creo que la noche de hoy no será tan horrible si los conoces —dijo revelando sus intenciones.
Ale sentía un cúmulo de emociones en consecuencia de todo lo que había pasado y lo menos que le apetecía en ese momento era conocer gente. Sin embargo, Chino tenía razón. Estar sola lo empeoraría. 
—Está bien. Vamos. —Se decidió. En el rostro de Chino se dibujó una sonrisa y, emocionado, retomó la marcha rumbo a su hogar.
Ale miraba las solitarias carreteras a través de la ventanilla. Se hallaba muy lejos de las luminosas calles, los grandes teatros y el gentío de Madrid. Solo esperaba no arrepentirse de lo que estaba haciendo. Quería confiar en Chino. A fin de cuentas, ya no le quedaban muchos amigos y tenía esperanzas puestas en ese chico de cabello alborotado y tatuaje de dragón.

Cuando llegaron a su destino, Ale creyó que no estaban en Madrid. Si no fuera por las paradas de metro idénticas a las que había por todas partes, habría jurado que Chino la había sacado de la ciudad. Se encontraba ante un amplio distrito dividido en manzanas, cuyos bloques de piso eran exactamente iguales: de seis plantas y construidos con la monotonía del ladrillo de terracota. Apenas se veía vegetación, tan solo un puñado de árboles bastante desmejorados y, a lo lejos, un parque con columpios infantiles. Había bastante basura agolpada en los contenedores. Se notaba que los servicios de limpieza no pasaban tanto por allí como por el centro. Sin embargo, no había una sola lata, ni una sola colilla tiradas en el suelo. Puede que menos ricos, pero esas personas parecían dotadas de un mayor sentido cívico que algunos que cenaban en el club Allard o asistían al casino de Madrid enchaquetados o con pendientes finos. Se respiraba mejor en esa zona, un aire más limpio, consecuencia de que no estaba sometida a las largas filas de coches y al tránsito de trenes y autobuses que se encontraban en otros puntos de la ciudad.
Chino la llevó hasta el lugar del que le había hablado varias veces en el instituto, el famoso desguace de su padre. Nada más entrar, oyeron música a lo lejos, un ritmo urbano y pegadizo que le sonaba bastante, pero no lograba reconocer a esa distancia. Chino sonrió. «Ya estarán montando una buena» dijo. Recorrieron unos cuantos metros adentrándose en ese océano de coches amontonados y motores viejos y llegaron al corazón del desguace, donde los amigos de Chino estaban sentados a la intemperie sobre sofás desgastados, charlando y bebiendo, contra todo pronóstico, cerveza buena, mientras sonaba Bye bye de Beret a todo volumen. Definitivamente, era la cosa más disparatada que Ale había visto desde que llegó a Madrid y, al mismo tiempo, la más alucinante. En cuanto vieron a Chino, empezaron a dar golpecitos en la mesa con los vasos y a corear su nombre. A Ale le flipó tal recibimiento. Un chico rubio guapísimo le dio un abrazo un tanto bruto a Chino y le dijo a los demás que fueran cogiéndole una cerveza. Ale, unos pasos más atrás, oyó cómo le preguntaba que quién era ella en voz baja. Todos los demás la miraban fijamente. Se encogió de hombros. Para su asombro, una chica de pelo corto negro y septum en la nariz se acercó a ella como si nada, la miró a los ojos de una forma muy peculiar y sus labios dibujaron una divertida sonrisa.
—¿Quién eres, extraña? Yo Lucrecia, Lu para los amigos —dijo sin dejar de mirarla de esa forma, como si estuviera intentando descifrar algo en su rostro.
—Soy Ale, Ale Abely —contestó un tanto desconcertada. Afortunadamente, Chino vino a echarle una mano.
—Es mi amiga y la he traído para que os conozca —explicó.
Inmediatamente, todos fueron a presentarse y la invitaron a que se sentara, incluso le dieron una de esas Coronitas con rodaja de limón, un toque sofisticado que contrastaba con lo destartalado del lugar. Chino se sentó a su lado para que se sintiera más cómoda, cosa que agradeció. Nunca había sido tímida, pero ese grupito tenía una mezcla de rareza y singularidad que la desconcertaba y le gustaba a la vez. Desde luego, eran totalmente distintos a la gente con la que solía tratar. Ale los observó detenidamente. Parecían sacados de una obra cinematográfica. Tenían unos rasgos marcadísimos que los distinguía a cada uno y un rollazo impresionante. Por su tono y su forma de hablar, resultaban tan agradables que Ale se fue relajando poco a poco. En lo que más se fijó, fue en sus ojos. Todos tenían verdad en la mirada. Hay que admitir que, a veces, los sentidos nos engañan, pero Ale creía no equivocarse al pensar que eran personas nobles, seguras y auténticas. Entonces, Chino, tras dar un ligero sorbo a la cerveza, anunció:
—Vamos a hacer un jueguecito para que Ale nos vaya conociendo. —Todos lo miraron expectantes—. Vosotros seguidme el rollo.
Se colocó de manera que todos pudieran verlo de frente y se puso una sudadera de Nico que estaba apoyada en el brazo del sofá. Entonces, movió los dedos como si estuviera pulsando las teclas de un ordenador, hizo un giro con la mano derecha y presionó con el dedo índice imitando el «clic» de un ratón y se ajustó unos cascos imaginarios con micrófono.
—Esto va a quedar que no veas —pronunció con cara de concentrado. Y lo más raro fue que dejó de pulsar las teclas para abrir algo que podía ser un chicle o un caramelo y metérselo en la boca. Ya en ese punto de lo que parecía una imitación magistral, todos los demás se estaban partiendo de la risa.
—¿Quién soy? —preguntó sin parar de gesticular.
—¡Toni! —respondieron al unísono.
Ale miró a Toni, que se reía al igual que los demás. Llevaba una sudadera gris con capucha y unos vaqueros rasgados. Sus ojos, detrás de unas gafas negras con toques marrones, parecían observadores e inteligentes. Se veía de esa clase de personas con la capacidad de analizarlo todo minuciosamente y sacar excelentes razonamientos. Parecía tener una inteligencia que, al menos para Ale, lo hacía bastante sexy. Por la imitación de Chino, esta dedujo que era un friki de los ordenadores, pero no creía que se tratara precisamente de videojuegos. Nico aclaró su duda. A Toni le flipaba el mundo de la edición (vídeos, carteles, fotografía...). Se pasaba las tardes creando en su habitación o recorría Madrid para capturar las mejores escenas con su cámara. Además (y esto lo dijo en tono confidencial), tenía sus dotes de cracker, pero no las ponía en práctica porque era ilegal. A Ale le pareció tremendamente interesante. Sintió curiosidad por ver algunos de sus vídeos. Algo le decía que serían aún mejores de lo que esperaba.
—Mira esto —le dijo Nico, que estaba sentado a su lado. Se levantó y fue a colocarse en el mismo sitio donde Chino acababa de terminar su curiosa imitación.
Por un momento, Ale se quedó absorta contemplando su brillante cabello rubio y sus almendrados ojos azules. Con esos rasgos, sus divertidas pecas y la forma de su cuerpo, perfectamente podría interpretar el papel protagonista en una película americana como el típico quarterback que es bueno en los estudios, el mejor del equipo y todas las chicas se mueren por él. Pero el prota de esas pelis también suele ser un engreído y caprichoso que está acostumbrado a que todos se rindan a sus pies. Nico no era así en absoluto. Era muy divertido, tenía soltura y se reía con tantas ganas que contagiaba a todos a su alrededor. Llevaba unas bermudas grises y una sudadera blanca con un dragón oriental estampado en la espalda. A pesar de que lo acababa de conocer, Ale estaba segura de que no había un chico arrogante debajo de esa ropa. Sus palabras la sacaron de su distracción. Gesticulando bastante y con un tono que Ale definiría como ¿pasional?, arrancó su interpretación.
—Puede que nos metamos en problemas, pero no podemos dejar solo a un amigo, a un compañero. Si lo está pasando mal, no podemos actuar como si nada. Ese es y ha sido siempre nuestro espíritu. ¿O no es así? ¡¿Qué somos nosotros?! —Hizo una pausa para añadir mayor dramatismo—. ¡Somos una familia, joder, y la familia jamás se abandona! ¡Se mantiene unida y si tocan a uno, nos tocan a todos! ¡Eso nos hace más fuertes! —Cuando terminó, sostuvo la mirada durante unos segundos a cada uno de los presentes hasta que no pudo aguantar más y se partió de la risa, provocando también la de los demás.
—Está clarísimo, ¿no? —dijo Lucrecia y los demás asintieron. Alguien que hablaba con ese sentimiento solo podía tratarse de una persona—. Querido hermano...
Todos empezaron a corear el nombre de Oliver y a dar de nuevo golpes en la mesa. Este se sonrojó.
Qué curioso. Ale jamás se hubiera imaginado que Oliver y Lucrecia fueran hermanos. Se diferenciaban mucho físicamente hablando y, ya en personalidad, un mundo. Oliver tenía el pelo castaño claro con mechas y los ojos acaramelados, mientras que el de Lucrecia era completamente negro y sus ojos más oscuros, aunque Ale cayó en que tal vez no era su color natural. Ahora que se fijaba, sí que veía ciertas similitudes, pero, aun así, jamás lo hubiera pensado. A Lucrecia no sabía cómo definirla. Cuando se acercó a ella hace un rato pensó que estaba chiflada. Ahora que la había oído hablar algo más no sabía si cambiar de opinión o seguir pensándolo. Pero Oliver... Oliver tenía algo que no tenía ningún otro. Puede sonar algo cursi, pero Ale pensó que tenía el poder de desarmar a las personas, de ganarse su confianza y llegarles muy adentro, marcarlas de alguna manera. Tenía una mirada tan transparente que Ale creyó que, aunque se esforzara en mentir, jamás podría. Era alguien que iba siempre con el corazón por delante, alguien noble y leal. Por la forma en que lo miraban, se dio cuenta de que todos en ese grupo lo admiraban; y estaba convencida de que no era únicamente por su carisma, sino porque se lo había ganado a pulso. Este le dedicó una sonrisa entre tanto alboroto y ella se la devolvió lo mejor que pudo, ya que ninguna sonrisa era más bella y expresiva que la suya.
De repente, Lucrecia entró corriendo en una especie de taller que utilizaban para guardar todas sus cosas y pasar el rato en los días de frío. Salió con un portátil y lo conectó a los altavoces. En su rostro se veía cierta excitación, como si todos tuvieran que prepararse para lo que estaba por pasar.
—A ver si adivináis de quién se trata —dijo con esa mirada encendida y esa sonrisa maliciosa que advertían que de ella podía esperarse cualquier cosa.
Cuando sonaron las primeras notas de Gyal You A Party Animal, una locura frenética se apoderó de ellos y no pudieron evitar levantarse del sofá y empezar a darle ritmo al cuerpo. En el centro, Lucrecia movía las caderas de tal forma que parecía una auténtica latina que llevaba la música en las venas. Sin una pizca de pudor, se subió encima de la mesa y comenzó a bajar moviendo hombros, cabeza, brazos y cada parte de su cuerpo. Verla bailar producía un efecto hipnótico. Ale no podía apartar los ojos de ella. Ya en el suelo, tiró de Nico y, sin complejo alguno, entrecruzaron sus piernas. Él la agarró de la cintura y se marcaron un perreo hasta el piso que lo dejó todo ardiendo y soltando chispas. Idara no pudo aguantar más parada y salió también al centro. Joder, ver en acción a esa negraca de origen etíope y pelo rizado a lo afro fue una auténtica pasada. Que estaba buenísima resultaba evidente, y más por ese top que realzaba su pecho y ese pantalón jogger que le quedaba impresionante. Lucrecia y ella entraron en un pique sano del que era imposible sacar una vencedora. No obstante, si le hubieran preguntado a Ale, habría elegido a Idara, no porque bailara mejor, sino porque esa tía tenía un poder de atracción sobrenatural. Todo en ella la hacía parecer una auténtica diva: su estilo, su sensualidad, su clase... Una chica así era capaz de hacer que cualquier tío se muriera por sus huesos. Sin embargo, Idara no se iba con cualquiera. Lo que de verdad le gustaba era hacerse desear.
Entonces, Lucrecia le dijo algo al oído que hizo que volviera a sentarse y paró la canción dejando a todo el mundo con ganas de más. Empezó a sonar un tema más suave, sensual, para perrear lento y pegarse fuertemente. Acto seguido, colocó una silla en el centro y, sin que nadie lo esperara, le tendió la mano a Ale.
—Hay que darte una buena bienvenida...
El corazón de esta empezó a latir rápidamente. Lucrecia percibió estos nervios y sus labios dibujaron una sonrisa maliciosa. Los demás le insistieron a Ale hasta conseguir que cediera. Esta trató de contener su estado para que nadie creyera que era la primera vez que iban a bailarle expresamente a ella, pero la verdad es que sí lo era. No estaba acostumbrada a tratar con gente así de lanzada, pero, al mirar a Lucrecia a los ojos, le gustaba ver que no tenía miedo. Simplemente, se relajó y disfrutó. Ver esas caderas en acción más de cerca fue alucinante. Sonaba La Fórmula y la temperatura subía por momentos. Lucrecia se movía incluso mejor que antes si es que era posible, dibujando círculos con sus caderas, pasando sus manos por su cuerpo, jugueteando con su pelo. Ale creía que la cosa se quedaría ahí, en un pequeño baile y algunas miraditas traviesas. A fin de cuentas, solo estaban jugando, divirtiéndose. Pero no fue así. Lucrecia se sentó encima de sus piernas y continuó con los mismos movimientos subiditos de tono. Ale sentía su respiración acelerándose. Los demás no paraban de gritar. La excitación colectiva estaba a niveles altísimos y, cuando parecía que el juego había terminado, cuando Lucrecia se había levantado y quedaban solo unos segundos de canción, se lanzó y le dio a Ale un beso en los labios, dejándolos a todos atónitos.
—¿Quién soy? —le preguntó mirándola con una brutal intensidad. Ale estaba tan sobreexcitada que había olvidado que todo era una imitación.
—Tú misma —respondió desafiándola con la mirada. Lucrecia sonrió.
—Vale, ya se ha calentado el ambiente suficiente por hoy —dijo Nico desternillándose de risa—. Lu, eres tremenda. —Esta se lo tomó como un auténtico cumplido y recuperó su asiento.
Ale estaba alucinando. Lo que acababa de ocurrir era de locos.
—Bueno, ahora que ya prácticamente nos conoces, toca saber algo de ti, ¿no? —dijo Nacho dirigiéndose a ella. Todos se habían colocado como al principio de la reunión, sentados en los sofás y con cervezas en mano.
—Claro, ¿qué queréis saber? —A decir verdad, a Ale le incomodaba un poco hablar sobre ella. Temía que tocaran ciertos temas que prefería no recordar.
—¿Has vivido siempre en Madrid? —preguntó Esther.
Ale se fijó por primera vez en ella. No solía gustarle el pelo demasiado corto, pero Esther lo tenía a la altura del cuello y le quedaba genial. Era una rubia alta, delgada y envuelta en un aire de misterio, como si guardara algún secreto. No obstante, era sumamente amable.
—No, antes vivía en Barcelona. —A todos pareció sorprenderles, a Chino sobre todo.
—No lo sabía, ¿cuándo te mudaste? —añadió este.
Ale ya se lo temía. La primera pregunta incómoda y nada más empezar.
—Pues... —No iba a decirles que se mudó a la capital porque su madre necesitaba cambiar de aires después de haber sobrevivido a una relación de tres años con un psicópata—. Me mudé el año pasado por trabajo —se inventó. Después de soltarla, se dio cuenta de que la excusa era malísima, pero, por suerte, nadie dijo nada más al respecto.
—Oye, antes has dicho que tu apellido es Abely, ¿no? —mencionó Lucrecia.
—Sí, es francés —contestó.
—No jodas, ¿tienes familia francesa? —preguntó Nico asombrado.
—Por parte de padre, sí.
—Un momento, me suena mucho ese nombre...—dijo Toni pensativo—. ¡Pues claro! Es el nombre de una constructora muy famosa de Barcelona. Mi tía es de allí y su vivienda pertenece a esa empresa. Si no me equivoco, también trabaja fuera del país.
—¡Vaya, quién lo iba a decir! ¡Aquí nuestra amiga tiene unos abuelos riquillos! —bromeó Nico y los demás lo siguieron.
—Seguro que Ale se pasa todos los veranos en Bora Bora, tostándose al sol y durmiendo en los mejores hoteles. Camarero, otro cóctel, s'il vous plaît —dijo Lu con tono teatral.
—Qué envidia, tía —añadió Esther y los demás asintieron.
—¿Y tu padre trabaja con tus abuelos? —preguntó Lu. 
—Pues...en realidad, mi padre murió cuando yo tenía ocho años. —Se abrió un silencio absoluto—. Desde entonces, no he ido a Francia y la única playa que he pisado es la de Barcelona. No soy rica ni mucho menos. Mis abuelos tienen dinero, sí, pero mi madre es enfermera y con eso nos mantenemos. El dinero es de ellos, no nuestro —explicó. Los demás se quedaron impactados. Jamás se hubieran imaginado algo así. Chino se giró hacia Ale y le cogió la mano.
—Lo siento, no teníamos ni idea... —Los demás no dijeron nada, pero, solo con mirarlos, Ale supo cómo se sentían.
—No pasa nada, de verdad. No teníais forma de saberlo —dijo sonriendo para quitarle gravedad al asunto—. Bueno, ¿ya no hay más cervezas?
—¡Claro que sí! —exclamó Nico.
Tras repartir una Coronita a cada uno, Chino pidió un brindis. «Por Ale» dijo levantando su vaso. «¡Por Ale!» exclamaron los demás. La fiesta se prendió de nuevo. Con un poco de suerte, Ale había conseguido cerrar ese pequeño paréntesis y que no hubiera más preguntas. 
Al cabo de un rato, Nacho le pidió a Ale que lo acompañara un momento al taller. Quería enseñarle algo. Al encender la luz, esta vio una sala de unos cincuenta metros cuadrados con las paredes repletas de pósteres de series y cadenas de luces: The Walking Dead, Vis a Vis, Juego de Tronos, Euphoria... Esta última le flipaba. Los colores, los movimientos de la cámara, los maquillajes de fantasía... Había sido fan de Zendaya desde que la vio en K. C. Agente especial, pero, después de interpretar a Rue en la serie de HBO, la amaba aún más. Nacho le explicó que, antes de remodelar el desguace, ese era el antiguo taller del padre de Chino, pero construyeron uno mejor y les permitió quedarse con el viejo. Marcaron su nuevo territorio poniendo las iniciales de cada uno en la pared con letras negras y luces de colores imitando al alfabeto de Stranger Things.
—Es muy friki, lo sé, pero fue la primera serie que vimos todos juntos al completo. Cada viernes un nuevo capítulo. Había que inmortalizarlo de alguna manera —dijo con tono divertido.
Friki y todo, a Ale le encantaba, al igual que los sillones y las mesas hechos con neumáticos viejos. Se los imaginó a todos un viernes cualquiera transformando esos neumáticos con pintura, madera, cuerdas o lo que tuvieran, y después tirándose en los sofás con cerveza en mano, exhaustos del día de trabajo. No pudo evitar sonreír. Nacho rebuscó en un pequeño armario que había pegado a la pared y sacó una lata de pintura de gran tamaño pintada con colores fluorescentes, lo que a Ale le resultó bastante raro.
—¿Para qué guardáis eso? —preguntó.
—Ahora lo verás —dijo guiñando un ojo y salieron por la puerta de atrás.
Pegado al taller, había un BMW M3, que parecía estar estropeado. Pertenecía a Chino. Según le explicó Nacho, fue un regalo de su padre en su anterior cumpleaños. Este se lo había comprado a un tío por muy buen precio, pero, como todo lo barato, estaba en pésimas condiciones.
—Lleva varias semanas trabajando en él. Ha avanzado mucho, pero aún le falta bastante para funcionar —le comentó.
—Es un buen coche. Seguro que Chino podrá dejarlo como nuevo —dijo convencida.
—No me cabe duda —contestó—. A propósito, si no te importa, vuelve tú con los demás, ahora te alcanzo. Tengo que hacer algo antes... —Sus ojos verdes brillaron y Ale supo que se traía algo entre manos. Sin embargo, decidió no preguntar para mantener el misterio y volvió con los demás.
Durante todo ese tiempo, Nacho le había estado recordando a alguien. Ahora sabía a quién: Harry Styles, por el pelo largo rizado y el brazo lleno de tatus.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora