Treinta

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Ale vio a Dorian enfrente de ella. Se había quitado la máscara descubriendo el rostro del señor de Tésur, el ser sin alma responsable de que varios de sus amigos hubiesen muerto esa noche. La esperaba inmóvil al final de la calle mirándola con sus estremecedores ojos grises, los ojos de un monstruo. A sus pies, Ale vio la misma carta que encontró en el fondo del cáliz del que Dorian la hizo beber, y la sostuvo entre sus manos. Había sido la reina del Sur en aquel diabólico juego y, en nombre de su pueblo, debía dar muerte a su creador. Avanzó hacia él como quien camina hacia su destino. Había llegado el momento de escribir la última página de esa crónica de pesadilla. Era el fin del juego. Sin embargo, cuando solo unos metros los separaban, Lu se abalanzó sobre Dorian dando su vida por Ale. Este le había tendido una trampa. Si Lu no hubiera intervenido, la sangre de Ale habría quedado derramada sobre el alquitrán y sus ojos verdes se habrían apagado para siempre. Cuando esta vio a la mujer que amaba desfallecer sobre sus brazos, creyó que había llegado el momento de despertar. Enseguida abriría los ojos y se encontraría en su habitación, sobreexcitada, con la frente empapada en sudor y la respiración acelerada, como siempre que despertaba de una pesadilla. Sin embargo, no sucedía. No oía el sonido del atrapasueños agitándose por el viento que entraba por la ventana. En su lugar, el grito desgarrador de Oliver al ver el cadáver de su hermana la hizo volver a la realidad. Lucrecia estaba muerta. Había entregado su vida por ella. Jamás volvería a escuchar su risa, jamás volvería a sentir su olor; y la única culpable era ella. Si nunca se hubiera cruzado en su camino, aún seguiría viva.

Cenizas. Escombros. Ruinas. Ese era el color del Sur la mañana siguiente a la gran batalla. La radio del bar de Tom no sonaba aquel día y no se escuchaba el sonido de los batidos y las hamburguesas deslizándose por la barra. En lugar de eso, las mismas personas que acudían al bar cada tarde trabajaban codo con codo para recoger los cristales rotos y reparar los destrozos. Todo el Sur había salido a la calle. Si en los buenos momentos estaban tan unidos como una familia, en los malos, hacían todo lo posible por ayudarse los unos a los otros. Al contemplar el estado del bar, Ale no pudo evitar pensar en que, si no fuera por esa ayuda, jamás volvería a abrir sus puertas...

—Hola —dijo una voz por detrás de ella, la cual reconoció al instante—. Siento mucho lo que ha pasado esta noche, Ale. No sé ni qué decir. No me imagino cómo debes sentirte. Si hay algo, lo que sea, que yo pueda hacer, solo tienes que decirlo. —Ale le dedicó una cálida sonrisa pese a la profunda tristeza que sentía en su interior.

—Dime una cosa, Carmen, ¿cómo llegaste hasta aquí? —quiso saber.

—Encontré la dirección del desguace del padre de Chino. Una vez llegué al barrio, las farolas se apagaron de repente y, antes de que pudiera hacer nada, me vi en medio de esa surrealista y escalofriante batalla. Nunca he visto nada igual... —dijo palideciendo—. Sé que estas personas son importantes para ti, Ale; pero creo que deberíamos marcharnos de aquí cuanto antes. Este sitio es demasiado peligroso. —Ale entendía su preocupación y aún más su miedo. Sin embargo, pese al peligro, no podía hacerle caso.

—No puedo marcharme. Estas personas son mi familia ahora y no voy a dejarlas cuando más me necesitan. Mi sitio está aquí, Carmen, y creo que el tuyo está con Cristian...

—Cristian y yo ya no estamos juntos—confesó.

—¿Cómo? —dijo muy sorprendida.

—Me di cuenta de que no terminábamos de encajar. El entorno por el que se mueve no es para mí... —respondió con la mirada perdida—. Aunque de distinta forma, ambas hemos perdido a alguien que amábamos. Creo que deberíamos estar juntas en esto. Quiero apoyarte, Ale. Por favor, ven conmigo —le rogó.

—Si quieres apoyarme, quédate. Se necesitan muchas manos para reparar este desastre.

—Sabes que no puedo hacer eso. Le prometí a tu madre que la ayudaría a sacarte de lo que sea en lo que anduvieras metida y debo cumplir esa promesa. Todo esto. Las drogas, los combates, las muertes... ¿Es esto lo que quieres? ¿Adónde te llevará? —Hizo una pequeña pausa—. Creo que ya sabes la respuesta...

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora