Seis

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Ale nunca deseó tanto que llegara el sábado como aquella semana. En el instituto, todo era ahora muy distinto. Chino y ella se habían convertido en inseparables. Juntos formaban un blanco imposible de derribar. En los recreos, cuando nadie miraba, se escapaban e iban a la cafetería de la calle de detrás para desayunar cada día algo distinto: churros, tostada con jamón, helado de vainilla... Siempre tenían un tema de que hablar y miles de tonterías para reír. Así se pasó Ale de lunes a viernes, evitando todo contacto con su antiguo grupo, volviéndoles la cara cuando los veía por los pasillos. «No sirve de nada guardar todo ese rencor dentro. Es mejor que los perdones, aunque cada uno se vaya por su lado». Ese fue el consejo de Carmen. Sin embargo, Ale no era así. No tenía la capacidad para perdonar tan fácilmente y gestionar sus emociones de forma sana, como tanto le decía Carmen. Ella era más de impulsos, de dejarse llevar por sus sentimientos sin ponerles tanto orden ni darles demasiadas vueltas. Sentía lo que sentía. Y con respecto a Andrés y a los demás, lo tenía claro. La habían traicionado, ya no había vuelta atrás.

Sábado, once de la noche. Ale se bajó del metro en Vallecas. Era puntual. Ahora solo faltaba que Lucrecia apareciera. Mientras esperaba apoyada en una barandilla, empezó a pensar en lo que se encontraría esa noche en La Fábrica. Cualquier persona sensata pensaría que estaba cometiendo una locura, dirigirse a unas apuestas ilegales con gente que acababa de conocer, hasta ella lo pensaba. Pero la curiosidad por lo arriesgado, lo ilícito, lo peligroso era algo que no podía contener. La Fábrica era para ella morbo en estado puro. Un Volkswagen negro se paró a su lado y, en su interior, una chica con el cabello del mismo negro intenso.

—Llegas tarde —bromeó Ale.

—Sube, anda —contestó Lu. Parecía particularmente feliz.

Ale observó el coche con cierta añoranza. Cuando vivía en Barcelona, solía conducir con su tío, a pesar de que no tenía la edad para hacerlo. Cogió por primera vez un coche a los trece. Extrañaba la sensación de poner el acelerador a doscientos y tomar carreteras con muchas curvas. Lucrecia pareció leerle el pensamiento

—¿Tú no tienes coche? —preguntó.

—Ni siquiera tengo carnet hasta agosto.

—Pero, ¿sabes conducir?

—Mejor que algunos que sí lo tienen. —Para su sorpresa, Lu le tendió las llaves. Ale la miró interrogante.

—¿Quieres llevarlo tú?

—¿Lo estás diciendo en serio? —No podía creerlo.

—Bueno... Voy a llevarte a unas apuestas ilegales sin apenas conocerte. Si resultas ser una cabrona, nos podrías joder perfectamente a mi banda y a mí. Digamos que, si eres capaz de llevar el coche, tendré más motivos para confiar en ti... —Con eso, Lucrecia terminó de confirmar que estaba realmente loca, pero Ale la adoró en ese momento—. Y, por cierto, llámame Lu.

—Eso está hecho.

Se intercambiaron y Ale arrancó. Atravesaron el terrible tráfico del centro y, al entrar en zonas poco transitadas dirección a La Fábrica, Ale pisó el acelerador y Lu subió el volumen de la música. Dos locas, pura sangre caliente, atravesando un barrio por el que ninguna madre dejaría que anduvieran sus hijas. Pero no tenían miedo porque sabían que si alguien se les acercaba acabaría peor parado.

—Lu, ¿cómo es La Fábrica? —preguntó con un brillo en los ojos.

—Absorbente. Estar allí es como vivir otra realidad...

Entre risas y canciones llegaron a su destino. Cuando Ale vio La Fábrica por primera vez, no pudo evitar sentirse intimidada, pero, al mismo tiempo, un extraño magnetismo la empujó a bajarse del coche y desear adentrarse de lleno en ese mundo.

Ale Abely: novela juvenilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora