Capitulo 22: La princesa dorada

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Cuando era pequeña, mi escuela era mi reino y yo, sin saberlo, su princesa. Recuerdo con cariño aquellos días en los que mis pasos resonaban por los pasillos, y cada eco parecía cantar una promesa de aventuras. Mi nombre es Jessica, y a mis diez años, mi mundo era tan dorado como mi cabello, y cada mañana brillaba con la luz del sol que se colaba por las ventanas del aula.

Cada mañana, al cruzar el umbral del aula, una ola de halagos me recibía como una cálida brisa de primavera. "¡Qué bonita tu mochila, Jessica!", exclamaban con admiración, "¡Esa diadema te queda genial!", y yo no podía evitar sentirme como una verdadera dama. Los chicos, siempre tan amables y atentos, competían por ofrecerme su ayuda. "¿Necesitas que te lleve los libros?", preguntaban con entusiasmo, como si fuera un honor ser mi caballero de brillante armadura. "Déjame que te ayude con esa silla", ofrecían con una sonrisa, y yo les concedía el privilegio con un gesto de mi mano.

Yo disfrutaba de esa atención, no lo voy a negar. Era como vivir en un cuento de hadas donde cada deseo se cumplía con solo pedirlo. Si quería el mejor lugar en la biblioteca, solo tenía que mirar hacia el rincón más acogedor y alguien se apresuraba a llevarme allí. O si anhelaba el último pedazo de pastel en la cafetería, bastaba con una mirada o una palabra, y alguno de los chicos acudía presto a hacerlo realidad, presentándomelo en una bandeja como si fuera una ofrenda a la realeza.

Mirando hacia atrás, mi paso por la secundaria fue como un sueño del que no quería despertar. A los 14 años, yo, Jessica, con mi cabello dorado que brillaba bajo la luz fluorescente y mi sonrisa fácil que desarmaba corazones, me había convertido en el centro de un universo que giraba alrededor de los pasillos y las aulas. Los chicos me seguían con la mirada, sus ojos brillantes de admiración colgaban de mis palabras como si fueran perlas de sabiduría y se desvivían por hacerme feliz, por arrancarme una sonrisa, esa recompensa que parecía valer más que el oro.

Y yo, aunque a veces sin querer, podía ser un poco dura con ellos. Un comentario cortante aquí, una mirada de desdén allá; pequeñas pruebas de su lealtad. Pero siempre me perdonaban. Siempre volvían, como mariposas a una llama, atraídos por el calor de mi presencia.

Era una época en la que sentía que podía tener a cualquier chico que quisiera. Los halagos y la atención eran mi pan de cada día, y casi sin darme cuenta, empecé a sentirme superior a todos. Era como si estuviera en la cima del mundo, y todos los demás estaban allí solo para admirarme, para ser testigos de mi reinado juvenil.

Era un juego de poder que manejaba con destreza, consciente de mi influencia y de cómo usarla. Podía elegir a mi antojo, y cada "sí" era un trofeo más en mi colección invisible. Los halagos eran música de fondo, una melodía que me acompañaba desde el amanecer hasta el crepúsculo, una banda sonora personal que narraba mi vida gloriosa.

Siempre he sido el centro de atención, la chica a la que todos adoran, la estrella de mi propio espectáculo. Eso era lo que esperaba, lo que conocía, lo que me había sido dado sin pedirlo. Pero un día, en la biblioteca, todo lo que creía saber se puso en duda. Vi a un chico leyendo mi libro favorito, "El ruiseñor", y, le pedí:

—Me das el libro, quiero leerlo. —Le dije con una sonrisa que no reflejaba lo que sentía.

Su respuesta fue un simple: NO.
Diciendo que tenía que anotarme en la lista y esperar mi turno como todos los demás. Volvió a su lectura, dejándome allí, parada, sin saber qué hacer.

Me impactó, ¿había algo mal en mi forma de pedir? Intenté de nuevo, esta vez con un tono más dulce y gestos suaves.

—Si entiendo, pero ese libro me gusta mucho, ¿Podrías prestármelo un momento?

SECTOR 13 Los SpaceforceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora