El Octavo Mandamiento

5 2 1
                                    

Linda no fue al centro como había dicho, en realidad se dirigió a la casa de Abraham. Necesitaba confrontarlo. Había cruzado la línea, eso no lo podía consentir. Tocó la puerta, escuchó sus pasos. El consejero abrió la puerta y se alegró mucho. Ya la enfermedad lo estaba doblegando. No quería entregarse a la derrota ni ingresar en un hospital. También estaba claro que en algún momento no iba a poder evitar ser hospitalizado. Se estaba preparando para ello. Por eso ver a su amiga le contentó, sin embargo, no le duró mucho el júbilo. Al saludarla esta no correspondió el saludo. Su mirada denotaba furia. Los niños se habían quedado dentro del automóvil, quiso saludarlos, estos ni siquiera voltearon a verlo. Linda entró sin esperar invitación. Abraham, extrañado, cerró la puerta.
—¡¿Cómo es posible Abraham que hayas denunciado a Martín?! ¡Traicionaste el cariño y la confianza que te prodigó nuestra familia! —exclamó, una vez dentro.
—¡Linda, espera! Yo no denuncié a Martín, yo...
—¿No lo denunciaste? ¿No lo denunciaste? Eres un descarado, cínico, mala persona, mal amigo. ¿La visita que recibimos de la policía a instancias tuya es una fantasía mía, una alucinación?
—No, pero...
—Pero nada. Fuiste a la policía a expresar tu "preocupación" de que algo raro estaba haciendo mi esposo —le reclamó haciendo exagerados ademanes y colocando comillas con los dedos a las palabras.
—Bueno, sí, pero...
—Eres un mal nacido, sentí mucha pena cuando Martín luego de la caída y con su pérdida de memoria y cambios que enfrentó no te reconociera como amigo, ve que tenía razón, algo pudo ver que nosotros no.
Abraham guardó silencio.
—¡Rayos! ¡Qué decepción! ¿No podías darle tiempo que se recuperara? No, no pudiste. En un acto vil y rastrero, por envidia, por amargura o que se yo cuáles sean tus motivos fuiste a la policía con intención de dañar su reputación. Insinuaste que podía estar teniendo relaciones con sus estudiantes, con Eglin y Esmeralda, para ser más exacta.
—No, no yo jamás dije eso.
—Claro que sí, no lo niegues. Cosas vergonzosas como esas preguntó el policía. Y hasta donde yo sé quién anda acosando a esas pobres chicas eres tú —continuó recriminando Linda.
—No Linda, yo no ando acosando a las chicas.
—Lo has hecho, nos enteramos de que le escribiste al museo de armamento ese, donde ocurrió el accidente expresando tu "preocupación" y hasta fuiste en persona. Que descaro el tuyo el negarte.
—No lo niego, yo fui, pero es porque de verdad estaba preocupado.
—Sí, eso ya lo sabemos, maldito egoísta, metete tus preocupaciones por el culo y deja a nuestra familia en paz y a esas niñas también. ¡Por Dios Santo! ¿es muy difícil entender eso? 
—No lo hice con malas intenciones, créeme...
—No me importan tus intenciones si me afectan las consecuencias. Olvídate de nuestra familia, si antes no entendía la decisión de Martín de no hablarte, ahora le apoyo de manera incondicional. ¿Sabes lo humillante que fue soportar a la policía husmeando en mi casa, mi hogar, mi fuerte? Tanto fue así que el mismo oficial se sintió apenado y no quiso forzar ninguna situación, un desconocido tuvo más consideración con nosotros que tú. Tú quién eras de nuestro circulo interno. Eras de la familia, eras el tío Abe, no un amigo cualquiera. Pero tu necedad y tus obsesiones te empujaron a olvidar todo eso.
—Linda, tengo cáncer terminal, pronto voy a morir.
La adolorida mujer cesó el ataque. Estaba Exhausta. Pero luego de recuperarse de la impresión inicial continuó el asedio.
—Lamento que tengas esa enfermedad, sin embargo, eso no te da permiso para actuar de esa manera. Y si tu intención al decirme eso es que sienta lastima por ti, pues lo has logrado, me das lastima, pero también te desprecio. Lo dicho: apártate de nuestras vidas y muere en paz. Que te disculpen tus ancestros si es que los tienes.
Dicho esto, Linda, sin esperar respuesta dio media vuelta, se montó en su automóvil y se fue.
Abraham se quedó en la puerta sin saber muy bien qué hacer. Odiaba admitirlo, ya no tenía más fuerzas para seguir luchando sólo. Quizá tenían razón, estaba en una cacería de brujas sin fundamento ni requerimiento. Nadie lo apoyaba, nadie veía lo que él. ¿Qué era lo que él veía? Nada, era un maldito sexto sentido, un mal augurio. Cerró la puerta y buscó una de esas píldoras multicolores que le habían recetado. Un par de ellas lo mandarían a dormir y se olvidaría un poco de esa descolorida cruzada contra el mal invisible.
En la estación de la policía el jefe y subordinado cambiaban impresiones.
—¿Qué averiguaste de lo del profesor? ¿Hay algo porque preocuparse? —preguntó el capitán.
— No, nada. Fui a su casa, conocí a su esposa, una mujer encantadora. Se alarmó un poco al principio, luego se relajó. Y aunque convino que revisara su casa no lo creí necesario. Entre los vecinos, nada sospechoso hallé. Es el profesor Martín un ciudadano muy respetado y apreciado en su comunidad —contestó el oficial un poco aburrido.
— ¿Y de nuestro amigo el consejero?
— Igual. Un buen hombre, algo solitario y callado, no molesta a nadie. Lo único que me llamó la atención es que hace unos meses fue diagnosticado con cáncer.
—¡Uy! ¡Eso si es fuerte! ¿Es terminal?
—Así parece. Eso nos lleva a la idea de que el pobre hombre se siente abrumado y se inventa todas estas cosas como una forma inconsciente de llamar la atención.
—¡Pobre hombre!
—Sí. Caso cerrado.
—Es una lástima, las enfermedades terminales no son nuestro campo.
—Así es —opino el oficial.
El jefe se alejó con el café aun humeando. Sintiendo algo de pavor. Él mismo tenía una cita para realizar unos exámenes para despejar dudas acerca de su salud. Sería horrible oír esa noticia. Por un momento se sintió en los zapatos de aquel sujeto y le tuvo compasión.

Cambio de RostrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora