Incidente 2009

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Abraham contactó a varios de los participantes del concurso matemático, algunos contestaron, otros no. Las preguntas iban dirigidas a indagar si el marco teórico del problema podría tener alguna aplicación práctica. O sea, si era posible que alguien viajara en el tiempo usando esos datos. Todos desestimaron el asunto. Era solo teoría, llevarlo a fines prácticos, por más viable que pareciera según los cálculos, era poco menos que imposible.
Aquello no le ayudaba. Pronto cayó en cuenta que por ese lado no iba a conseguir pruebas. Era un callejón sin salida. No le quedó otra que realizar una idea que tenía en mente. Tampoco había garantías de éxito, no se le ocurría otra y el tiempo se agotaba, se acercaba el último día de escuela, luego de eso todos se separarían, él iría a un hospital en búsqueda de la inmortalidad y ellos a sus propias cuestiones y ocupaciones. Y no sabía si esas labores incluían la recreación del experimento que describía el problema o sólo irían a estudiar, vivir, coexistir pacíficamente con la realidad. Cabía la posibilidad que estaba percibiendo una conspiración donde no la había, esa eventualidad le atemorizaba más que la de tener razón. Si eso era así, tendría que aceptar haber perdido la cordura.
Monitoreó a los tres personajes lo mejor que pudo, tratando de no ser detectado y pasar desapercibido. Él creyó haberlo logrado, cosa que no sucedió. Los involucrados notaron la persistente y molesta vigilancia del consejero. Gretchen y Marie Louise desestimaron el asunto, no realizaban nada malo, así que les daba igual si les vigilaba como si no. Kubbelmeyer en la figura del profesor King le perturbaba el asunto. Ya había sido alertado por los participantes del concurso matemático que existía un profesor de nombre Abraham curioseando, preguntando si el evento podía basarse en un hecho real. Y aquel dicho: "La curiosidad mató al gato", se hacía cada vez más latente. El científico ya se encontraba en el límite de su paciencia, se sentía perseguido y amenazado. No podía, ahora, que ya tenía tanto trabajo adelantado perderlo todo por la curiosidad de ese quisquilloso judío. Decidió actuar.
Cuando pensó haber eludido la celosa mirada del consejero convocó a las chicas al gimnasio. Cómo una ironía del destino, durante el día había detectado al consejero en su vano intento de observación furtiva, la única vez que el intento del mencionado curioso fue exitoso, fue exactamente en ese momento.
El gimnasio se hallaba solo, las gradas plegadas a los costados. Los sospechosos entraron a la antigua oficina de Martín, cuando era entrenador del equipo. Abraham los siguió. Nunca había sido bueno para esas cosas, ni siquiera de niño, siempre perdía cuando jugabas a las escondidas. Ya sea por buena suerte, porque los involucrados se confiaron o porque él supo ocultarse bien, pudo llegar hasta la entrada de la oficina sin ser detectado. Encendió la grabadora de mano y la colocó dentro de las ventilas del cubículo. Hizo lo propio con el celular, activó la aplicación de grabación de sonidos. Y entonces les oyó hablar. Sí, esa era la voz de Martín. Primer indicio ¡podía hablar! Todo este tiempo había estado fingiendo, haciéndose el mudo. Se comunicaba en alemán, segundo indicio, su voz era la directora, las chicas le contestaban en el mismo idioma de vez en cuando, era él quien se extendía en una cuestión que presumía importante. Su tono, lo incisivo del mismo, le revelaba la existencia de un problema que los presentes se planteaban resolver. Y tenía razón, lo que no pudo intuir fue que el problema a resolver era él, su destino y su presencia. 
—Hay que matar a ese entrometido, ya me tiene harto su insidiosa y constante intromisión —expresó Kubbelmeyer en alemán —. Deben matarlo.
—Nosotras no vamos a matar a nadie, si lo quiere muerto, debe hacerlo usted mismo. Ya el año escolar terminó y con él, nuestro trato. Luego de hoy no nos veremos más, Marie Louise y yo nos iremos a la universidad en Baltimore y usted podrá seguir con sus planes, sus experimentos y juegos macabros —acotó Gretchen.
—Sí, por más que nos incomode el consejero, no hay necesidad de matarlo, está enfermo de cáncer, pronto morirá, sin que nosotros tengamos que mancharnos las manos de sangre — opinó Marie Louise.
—No, no y no. Ustedes deben matarlo.
—¿Pero porque nosotras? Hágalo usted si tanto le interesa — le recalcó Gretchen.
Marie Louise asintió con la cabeza. Mostrando estar de acuerdo con su prima.
—Porque ustedes son enfermeras, participaron en el Atkion 4, conocerán alguna forma de matarlo que no resulte sospechosa, que parezca natural.
Gretchen frunció el ceño.
—Ninguna de las muertes en ese programa fueron producidas por causas naturales. Ninguna lo pareció. Las autoridades y el gobierno mismo encubrían el asunto y aun así se supo. ¿cómo cree que eso se puede aplicar aquí? Está usted loco si piensa que eso es posible. Además, nosotras nos negamos. No queremos vernos inmiscuidas en sus asuntos —continuó Gretchen.
—Mis asuntos son sus asuntos. Mi destino está atado al suyo y viceversa. No pueden darme la espalda porque cualquier cosa que me pase a mí las afectará a ustedes.
—No nos importa, no vamos a permitir que nos manipule más. Haga lo que usted quiera —declaró Gretchen.
—Debe relajarse. ¿Qué puede hacer ese pobre hombre con un pie en la tumba? Se preocupa usted demasiado. Nada de lo que diga, haga o deje de hacer importa. ¿Quién le va creer? En un supuesto caso que él descubra toda la verdad —expuso Marie Louise de forma condescendiente.
Abraham, fuera de la oficina, en cuclillas, escuchaba toda la conversación sin poder interpretar nada de lo que hablaban. El origen de su familia era alemán, pero él no entendía ni jota. Nunca se interesó en el idioma ni nada de la cultura que tanto desprecio había desplegado contra sus parientes. Lo lamentó en aquel momento, con suerte podría encontrar algún experto, darle a escuchar la grabación y así desvelar aquel misterio.
—Alguien pudiera creerle. De tanto insistir le pudieran tomar en cuenta y si por curiosidad o por casualidad dan con alguna de nuestras verdades, podríamos estar en riesgo. Lo último que hizo fue inmiscuirse en el asunto del concurso matemático, contactó a quien sabe cuántos de los participantes. Algunos de ellos así me lo manifestaron y hubo un par que preguntaron si ello era posible o si yo era un viajero en el tiempo. Ven lo que les digo. En cualquier momento pudiera reventar la burbuja.
—Deje a ese desdichado hombre en paz. Más importante aún, déjenos a nosotras en paz. ¿Hasta cuándo va a usted a inmiscuirnos en sus problemas, preocupaciones y visiones diabólicas? —insistió Gretchen.
—Además, que se inmiscuyera en la cosa esa del concurso es culpa suya, mire que elaborar un problema matemático, hacerlo público y de remate poner a trabajar a media América para resolverlo. Es usted un descarado, lo expuso como lo que era, una paradoja de viajes en el tiempo. Y entonces quiere discreción cuando usted fue el primer indiscreto —le acusó Marie Louise.
La discusión siguió, sin una resolución. Se quejaban, acusaciones iban y venían.
—Usted es un asesino —le dijo Gretchen.
—Yo no he matado a nadie —negó con tranquilidad el profesor.
—¡A Gules! ¡Usted mató a Gules! ¿No lo recuerda? ¿Ya lo olvidó?
—Eso fue un accidente. No hubo intencionalidad. Eso no clasifica como asesinato.
—¡Dios! Es usted un desvergonzado. No tiene nombre su desfachatez. A veces no doy crédito a lo que escuchan mis oídos —se quejó Gretchen —. Lo que falta es que diga que se mató el mismo.
—En cierta forma fue así. Él, o sea su cuerpo, no se defendió. Es culpa de su organismo, no mía.
Las chicas no respondieron más. Si seguían el tema el terminaría afirmando que ellas eran las culpables de dicho fallecimiento.
Afuera, Abraham distinguió el nombre de Gules. ¿Tendrían ellos algo que ver en la muerte de ese muchacho? ¡Dios de Abraham, Isaac y Jacob! ¡Aquello era terrible! Mejor se retiraba del lugar, si habían matado a Gules, lo mismo podrían hacer con él y hacerlo parecer natural. Se irguió de puntillas, paró la grabación del celular, lo colocó dentro de las ventilas, de manera momentánea, para poder manipular la grabadora, más voluminosa y pesada, pero cuando fue a retirarla, esta resbaló de sus dedos y cayó con estrépito en el piso, alertando a los protagonistas de la conversación. La bandeja se abrió, produciendo que el casete saliera disparado de su recinto, desparramando la cinta en el suelo. Sin tiempo que perder y ya nulificada la necesidad de ser furtivo, se incorporó y huyó por el pasillo, sin saber muy bien a donde ir. Dentro, el científico les gritó a las chicas: "se los dije, hay que atraparlo, corran" Dicho esto salieron de la oficina él y Marie Louise, se apresuraron a ir tras el profesor. Gretchen no pudo evitar que su prima se uniera a la cacería. Nada dijo o hizo. Caminó con lentitud, dirigiéndose a la puerta. Lloraba. ¡Malditos profesores! ¡Malditos los dos! Uno con sus estúpidas ínfulas de mesías maligno y el otro con su capciosa curiosidad. Veía todos los planes que había hecho con Marie Louise acabados. Cualquiera fuese el resultado de la persecución sería perjudicial. Si lo alcanzaban y cometían alguna estúpida atrocidad terminarían todos en la cárcel y si él se escapaba la consecuencia de su delación era inconcebible, inconmensurable. Se sentó en el piso, lamentando todo, desde allí reparó en la grabadora y el casete con la cinta diseminada. Se levantó y recordando su entrenamiento de soccer, la pateó con fuerza y destreza. La grabadora describió una parábola en el aire y terminó su vida útil estrellándose contra una de las paredes del recinto. El casete, por su parte, terminó de desprenderse de la máquina y cayó en otro lugar. Ella lo pisó con fuerza, muchas veces, hasta hacerlo añicos. Tomó la masa informe de plástico y la cinta arrugada, les observó por unos instantes, luego lanzó ambos elementos en uno de los botes de basura. Debió tomar en cuenta que el bote estaba vacío y limpio, pero no lo hizo. Caminó por el pasillo, atenta a cualquier señal del fugitivo y de los perseguidores. Escuchó ruidos de pasos y personas corriendo y hacia allá se dirigió.
Abraham corrió todo lo que pudo en dirección a la salida lateral. Estaba sin aliento, años de inactividad, comida chatarra, televisión y sofá le hacían mella. Amén de que su enfermedad estaba avanzando y entre ella y los medicamentos lo tenían debilitado. Agotado y con la lengua afuera, llegó hasta la escalera que conducía al estacionamiento, paró unos segundos para tomar aire, entonces se le ocurrió que mejor era subir y no bajar. Calculó que bajar sería una acción que la entidad alojada en el cuerpo de Martín tomaría como lógica. Hizo un nuevo esfuerzo y subió lo más rápido que le permitía su cuerpo y esperó, su actuar ilógico podría despistar a su perseguidor. La escalera se dividía en dos tramos, remontaba la mitad de la altura y luego cruzaba hacía la izquierda, de allí, la otra mitad del tramo para poder alcanzar el piso superior. Aprovechando esa coyuntura se escondió en el recodo, a mitad de la escalera. Vio a Martín o quien fuese en realidad, llegar hasta la escalera, se detuvo, miró a todos lados y luego tomó rumbo escalones abajo. Sí, había acertado con esa decisión. Sin embargo, era la salida más cercana y la única abierta; a esa hora ya el colegio estaba cerrado y solo. No en vano era el último día de curso. Lo había eludido de momento, pero por allí debía salir. Revisó sus bolsillos, era preciso llamar a la policía. El celular no estaba. ¡Rayos! Lo había dejado embutido en las ventilas de la oficina. Un descuido imperdonable. Pensó por un momento si era menester regresar, en la grabadora y el celular estaba las pruebas que necesitaba para resolver el enigma. Debía armarse de valor y llenarse de astucia para acometer tal empresa con esos tres persiguiéndole. 
Bajó con cautela, se asomó a la escalera. Al principio no vio ni escuchó nada. Al llegar al nivel del pasillo cruzó hacía la salida, se debatía entre tratar de huir o intentar recuperar los aparatos. Había bajado un par de escalones en dirección al estacionamiento cuando percibió los pesados pasos de Martín dirigiéndose hacia él. Subió de puntillas, intentando no hacer ruido. Toda su atención se dirigía a vigilar el piso inferior. Esperando ver en cualquier momento la amenazante figura del antiguo profesor de educación física. Fue muy tarde cuando escuchó los pasos de alguien corriendo en el pasillo. Se quedó paralizado en el último escalón. Marie Louise venía a toda velocidad y al llegar a la esquina de la escalera cruzó sin pensar y chocó de frente con el cansado y nervioso profesor. El choque fue violento, sin embargo, ella pudo asirse a una de las barandas, mientras el profesor cayó de espaldas. Marie Louise trató de atrapar la mano suplicante que él extendió, pero falló el agarre por unos centímetros, cerró los ojos, no quería ver, escuchó el golpe seco del cráneo contra el piso. Abrió los ojos, él yacía en el rellano de la escalera.
Ella oyó pasos detrás de ella. El guarda del colegio estaba haciendo una ronda de rutina, para asegurarse que no hubiera nadie en el recinto antes de proceder a cerrar. Escuchó ruido de personas y se movió en esa dirección. Encontrando la escena antes descrita. Ayudó a reincorporarse a la chica, ella le señaló muy nerviosa hacía abajo y entonces vio al pobre profesor accidentado. Bajó y se encontró al profesor Martín que venía subiendo. "¡Está vivo! ¡Hay que llamar al 911!" Anunció al comprobar los signos vitales. Marie Louise y Kubbelmeyer cruzaron miradas. El científico le hacía señas para que golpeara al vigilante, quien, de espaldas a ellos, en cuclillas atendía al profesor siniestrado. Ella sacudió la cabeza, ya había hecho suficiente. Molesto ante la inacción de la chica decidió tomar las cosas por su cuenta. Pero no llegó a hacer nada, el guarda ya había marcado el 911 y hablaba con el servicio de emergencias. El momento para actuar había pasado.
Marie Louise vigiló la actuación del celador. Algún entrenamiento de primeros auxilios debía poseer pues hizo todo lo indicado para casos de accidentes que involucraran lesiones en la cabeza. Ella lo ayudó, haciéndose un poco la desentendida, cuando en realidad tenía experiencia y conocimientos avanzados de enfermería. Oyó las sirenas. Se acercaba la ayuda. Gretchen había llegado y conmocionada observaba el asunto. Tenía lágrimas en su rostro, no por el profesor, si no por su prima. Lo que más temía se había hecho realidad, mataron al profesor y le aterraba pensar en la involucración de Marie Louise en la tragedia.  
El vigilante dejó encargado el cuidado del profesor a los presentes, él bajaría a recibir a los paramédicos. Marie Louise, en vista de la ausencia de testigos, revisó los bolsillos de Abraham, mientras Kubbelmeyer vigilaba las escaleras. Encontró unas llaves, el carnet de conducir, una cartera con unos cuantos dólares; no estaba su celular. Examinando la cartera encontró una especie de carnet, era una advertencia para quien pudiera interesar. El profesor era alérgico a la penicilina, ibuprofeno, aspirina y una serie de medicamentos más. Ella le desabotonó la camisa, allí estaba, una chapa de identificación (en inglés dogtag), de esas que utilizan los soldados y justo como pensaba: en la pequeña placa estaban los datos antes expuestos, en los cuales describía no solo sus alergias, sino su tipo de sangre e identificación. Le arrancó aquella cadena del cuello. La guardó en su bolsillo. Le entregó la cartera a Kubbelmeyer.
Entonces los paramédicos llegaron, estabilizaron al accidentado y siguiendo los procedimientos requeridos lo subieron a la ambulancia. Marie Louise se fue con ellos, todo pasó muy rápido. Kubbelmeyer, Gretchen y el guarda se quedaron en el estacionamiento. La policía llegó algo después, no más de un minuto.
Hicieron las pesquisas de rigor. No había en apariencia nada sospechoso o fuera de lugar. Faltaba la versión de la chica Esmeralda Cabrera, quien se había ido con la ambulancia. Partieron entonces al centro hospitalario donde fue atendido; todos, menos el guarda, que se quedó en su puesto. En la entrevista, Marie Louise, en la figura de Esmeralda, corroboró los datos que ya habían reunido los oficiales. El profesor Abraham Glassermann había caído por las escaleras cuando tropezaron, ella trató de salvarlo, pero no pudo, lo explicó mientras sollozaba desconsolada. Uno de los médicos llamó a los presentes.
—El señor Glassermann falleció. Entró en paro de manera súbita y no pudimos hacer nada — anunció con la solemnidad del caso — su corazón falló, no sabemos por qué, habría que revisar su historia médica, para determinar si tenía afecciones cardiacas.
Los oficiales asintieron. Invitaron a las chicas y al profesor que se retirasen a sus casas, ya era suficiente conmoción por un día. Y así se hizo, dejando el destino del cuerpo del consejero en manos de las autoridades. Una disimulada sonrisa se dibujó en el rostro de Kubbelmeyer, cuando salía por la puerta principal.
—Bien hecho enfermera — e susurró en alemán a la chica que simulaba ser Esmeralda.
Ella no dijo nada.  Gretchen, una vez en el taxi, le abrazó y le dijo muy bajito al oído:
—No debiste hacerlo.
—Era necesario prima, era necesario. Lo hice por nosotras —le contestó a muy baja voz.

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