En nombre de la Amistad

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—Voy a intentar entender lo que pide. Usted hace una denuncia sobre su ex-amigo porque sospecha que algo raro está pasando, pero no tiene una idea exacta en sí misma de lo que está pasando —expuso el oficial de la policía.
—No lo pondría de esa forma — le corrigió Abraham.
—¿Y entonces cómo lo diría?
—Que estoy preocupado por el cambio brusco de su comportamiento.
—¿Si sabe que esto es una estación de policía? ¿Verdad? Aquí atendemos denuncias, combatimos el crimen, mantenemos el orden. No estamos aquí para atender preocupaciones. Para eso están los psicólogos —le recriminó.
—Yo soy psicólogo.
—Con más razón. Escúchese usted mismo y verá que lo que expone es vago, difuso, sin sentido y... No sé... Parece un trabalenguas. No me fastidie el día, no fastidie a esa familia que según lo que usted mismo explica, acaban de pasar un momento difícil y hasta les doy la razón de darle la espalda. Vaya que usted es un incordio. Lo acabo de conocer y ya no quiero ser su amigo.
Abraham se sintió humillado, menester era controlarse.
—¿Tiene pruebas? No. ¿Por qué no tiene pruebas? Porque no sabe cuál es el motivo de su inquietud. Si el mencionado ciudadano, no ha infringido la ley, no puedo llegar a su casa: dar una patada en la puerta y buscar, pistola en mano, en el ático, el sótano y debajo de la casa. Eso solo pasa en las películas señor Glassman.
—Es Glassermann.
—¿Qué?
—Glassermann, ese es mi apellido.
El policía lo miró duramente.
—Mire. "Amigo "haga el favor de retirarse de mi vista. Y no vuelva a menos que de verdad tenga pruebas, algún indicio probable, de lo que sea que usted cree que pasa. Para su tranquilidad voy a investigar un poco sobre el profesor King. Lo haré por pura curiosidad. Y estoy seguro que no encontraré nada malo. Le recomiendo tomar unos tranquilizantes y vaya al cine, dele de comer a las palomas en el parque de su preferencia, vuele una cometa, compre un gato, deje esa familia en paz y así quizá obtenga usted algo de tranquilidad.
Abraham quiso replicar, no encontró las palabras adecuadas. Pruebas. Sí, necesitaba pruebas. Se levantó en silencio y se dirigió a la puerta. El policía lo observó. Se veía muy abatido el pobre hombre, por un momento se arrepintió haber sido tan duro.
— Ya, ya, no se angustie amigo. Vaya a casa. Voy a visitar al profesor King y cualquier cosa le llamo. ¿Vale? De seguro no es nada y con el tiempo recuperará a su amigo —le dijo condescendiente mientras lo conducía hasta la puerta.
Se sentó en su escritorio, dispuesto a volver a la rutina.
—Menudo personaje —le comentó su jefe, café en mano.
—Sí, todo un personaje. ¿Escuchó todo lo que dijo?
—Sí, sí escuché. Yo conozco al profesor King, no de manera íntima, claro. Le he visto un par de veces y supe de su accidente en un viaje escolar. Mi nieta está en su clase y me comentó lo ocurrido.
—¿Y qué opina de la preocupación de este señor Glassermann?
—Es genuina. No cabe duda. Pero no parece ser un asunto para la policía —hizo una pausa —. Mantén tu palabra y has una visita de cortesía a este profesor King, uno nunca sabe. Quizá la paranoia de nuestro amigo tiene algún fundamento, quizá no. No desatendemos el llamado de nuestra comunidad. Y así, si regresa por alguna razón tendrás como refutar sus preocupaciones con objetividad.
—Eso haré. Pero antes buscaré una taza de café. Me antojé al sentir el olor que despide el suyo. Nada como un café bien azucarado y bastante crema.
—Para mí sin azúcar, por favor, si no mi mujer me mata — expresó el jefe, levantando la taza.
—Cierto... Aunque si me das a escoger prefiero que el azúcar me mate. ¡Ja! ¡Ja!
—Eso sería una bendición — respondió el jefe, sarcásticamente.
Luego de servir la referida bebida caliente. Le dedicó un poco de tiempo al trabajo, lo que pudo entrever del profesor Martín Rubén King no le pareció extraño. No había nada, ni siquiera una infracción de tránsito. Aburrido del asunto desvió su atención a otros casos más importantes. Fue su jefe quien le recordó lo de visitar al profesor. Lo haría mañana. Ya era tarde. Suficiente trabajo por el día, su familia le esperaba.
Por su parte Abraham sufría otra decepción y empezó a cuestionarse. ¿Estaría actuando bien? El consenso general era que no pasaba nada, nadie veía algo extraño. Era su problema, solo él veía cosas fuera de lugar. Por más que intentaba desentenderse no lo lograba. Ese sexto sentido que tanto negaba su mente académica le decía que había un mal oculto. Algo estaba pasando, no saber qué, lo ponía más ansioso. Y si eso no fuera poco, el tiempo era su enemigo. Estaba enfermo y no sabía decir hasta cuándo podría estar activo, en cualquier momento caía en una cama de hospital y de allí, lo presentía, no saldría jamás. Debía resolver el misterio, ayudar a sus amigos, antes de que el cáncer se lo impidiese. Desesperado, entonó una oración al creador, nunca fue religioso, salvo los primeros años de su vida. De hecho, no era judaista practicante desde hacía mucho, pero la angustia superaba su pragmatismo. Se entregó a esa fuerza mayor de múltiples nombres y facetas, Yaveh, Jehová, Alah. Como quiera que se llame. Que Dios le diera fuerzas para terminar su cometido.

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