Incidente 1944

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Tener la razón no siempre trae satisfacción. Les había advertido a esos idiotas, con ínfulas de científicos, que el experimento distaba de ser seguro. Sus cálculos le decían algo distinto. Aquella monstruosidad que crearon y él ayudo a crear, no iba a revelarle los secretos que buscaban. No era el motor anti gravitatorio, no era una súper arma, no era el camino para un súper combustible. Y por sobretodo: no era práctico, consumía mucha energía y tardaba en acumularla. Además, que sus dimensiones eran demasiado grandes. Era ostentoso, aparatoso y voluminoso. Serviría como ciencia experimental y para calmar el clamor del Führer, que exigía una súper cosa que le permitiera ganar la guerra, pero no mucho más. Quizá con más presupuesto, más personal, más materiales, más tiempo se pudiera haber obtenido mejores resultados. Pero no hubo ni lo uno ni lo otro.
Y allí estaban, allí estuvieron, esos militares sin nombre, sin rango; de rostros severos, austeros, desprovistos de toda alegría. Con su odioso poder absoluto sobre nada. Sí, allí estuvieron. En contra parte estaban aquellos hombrecitos, grandes en la ciencia, grandes en cobardía. Un grupo de tecnólogos arrinconados, escondidos tras planos esquemáticos, pizarras rellenas de símbolos y anotaciones. Simulando tener control sobre algún instrumento; una perilla, un botón, una palanca, cualquier cosa que se pudiera asir o accionar era un salvavidas, un bote en la tormenta. Mejor no llamar la atención de esos plenipotenciarios en uniforme negro.
Llamar laboratorio a esa caja de concreto subterránea, ubicada en medio de las montañas del Walpurgis, era algo irónico. Tan secretas eran esas instalaciones que sólo pensar en ellas era un delito. A efectos prácticos, era una cárcel, un taller para tecnócratas, recluidos en su ficción, donde la luz del sol era un recuerdo lejano y el sonido de los cañones no penetraban sus gruesos muros. El escenario: La Cúpula. Un espacio central abovedado, que hacía honor a su nombre, de unos 40 metros de diámetro por otros veinte de altura. Empotrados en sus circulares paredes se hallaban los instrumentos, repisas, cajones, depósitos y herramientas. Allí también se congregaban los científicos, artesanos, ayudantes, los ya mencionados miembros de las SS, camarógrafos y secretarios que asistían al ritual tecnológico, como un lúgubre aquelarre de brujos, gnomos, diablillos, ogros y fuegos fatuos; una corte infernal del inframundo. El inanimado protagonista: Un cilindro de poco más de 4 metros de altura por 2,5 metros de diámetro. Se hallaba rematado por una torrecilla semicircular, presentaba dos faldones, uno en la parte superior y otro en la parte inferior, más grueso el inferior que el superior. Debajo, medio oculta entre al andamiaje, se podía observar una estructura cóncava, semejante a una tobera. No había nada de aerodinámico en el aparato. Y, aun así, esperaban que esa cosa volara o sirviera de propulsión. El cilindro estaba adornado con una gran Esvástica, descolorida y hecha de metal. Una multiplicidad de ranuras cubría los faldones, más grandes y más abundantes en el faldón inferior. Y a alguien se le ocurrió pintar símbolos esotéricos, runas e incomprensibles figuras alrededor. No tenían ninguna función práctica, era solo para el entretenimiento, para adornar el espectáculo. Kubbelmeyer, estaba en desacuerdo con el ensayo y se encontraba asqueado con la parafernalia y el excesivo melodrama. Las cámaras se hallaban listas, el experimento sería filmado desde varios ángulos. Se había realizado en varias oportunidades la activación del dichoso artilugio ya mencionado, en condiciones de baja acumulación de energía. El éxito moderado en esas activaciones, la necesidad de resultados y la presión de las altas esferas de poder, habían impulsado y animado el experimento de “activación total” del cilindro.
Para el simple observador el experimento prometía. El cilindro flotaba a un metro y medio del piso, a escasos centímetros del andamiaje. Giraba con lentitud, apenas se notaba, en sentido contrario a las agujas del reloj; en cambio los faldones estaban estáticos, así como la tobera, desde donde unas gruesas cadenas lo mantenían a una altura y un sitio fijo. Algunos cables se valían de las mismas cadenas para conectar el aparato a un centro de control. Donde se encontraban el director científico del proyecto, con los miembros destacados del grupo de investigación y un anónimo SS Oberführer, quien era la autoridad plenipotenciaria del proyecto, acompañado de su séquito administrativo y escolta. Había muy pocos soldados en el multifacético grupo. Esparcidos aquí y allá, no más de 8. Soldados de primera todos, excepto uno, evidentemente el comandante de la escuadra, un SS Rottenführer, muy animado, de ojos expresivos y mirada curiosa.
Accionaron el aparato y este comenzó a zumbar. Sus faldones aceleraron el giro. Las cadenas se tensaron, había cierto impulso vertical. Kubbelmeyer seguía inmerso en sus cálculos, no estaba simulando trabajar como muchos otros. De verdad estaba rehaciendo los cálculos por enésima vez. Más allá de cualquier consideración, en realidad todos habían dejado de simular. Embelesados, miraban al cilindro como si fuese un ídolo al cual adorar. Nadie trabajaba, ni siquiera los que debían estar siguiendo el experimento. Con la única excepción de los camarógrafos, pero ellos no eran parte de los científicos, no contaban. El resultado de los cálculos hechos por Albert era alarmante, la activación no sería exitosa. Luego que la acumulación de energía alcanzara su límite, el aparato estallaría. Quiso explicárselo al director del experimento, este no le prestó atención, le mandó a callar, que se alejara. Entonces, agotados los recursos y viendo que era inevitable el desastre, decidió huir de la zona de la explosión. Se excusó simulando un mareo y se retiró de la cúpula. Cruzando la enfermería podría acceder a un pasillo que conducía a una sección superior. Contaba con que la mayoría de la seguridad estaría abajo, en el recinto donde se realizaba el experimento. Ya les había advertido de la posibilidad que ocurriese una catástrofe, lo ignoraron, lo intentó de nuevo, pero de otra vez le hicieron a un lado. No tomaron en cuenta su opinión, como otras tantas ocasiones. Necesario era salir de allí antes de que la explosión se produjese. Aunque calculó correctamente el momento de la detonación no calculó bien la distancia entre la cúpula y la enfermería, el tiempo a invertir para recorrer los pasillos. Consultaba a cada rato el reloj. Era evidente ahora: no iba a llegar a tiempo. No pensó que la enfermería estuviese tan lejos. Sólo podía esperar que las paredes que separaban el cubículo médico del pasillo fuesen fuertes, lo suficiente, para resistir la onda de choque. Tocó la puerta con ansiedad, según le dictaba el minutero quedaban pocos segundos. ¿Por qué tardaban tanto esas mujeres en abrir?
Dentro, ya las chicas habían sido alertadas que un profesor iba por mareos a recibir asistencia. Ellas escucharon el martilleo en la puerta. Por la insistencia y la fuerza aplicada en el llamado pensaron en que esa persona realmente se sentía mal. Presurosas abrieron, un desconocido profesor entró a trompicones, cerró la puerta y las abrazó con fuerza. Temblaba el pobre anciano. Sin embargo, no dio tiempo de preguntar qué le ocurría, el zumbido que llevaban rato escuchando se intensificó y hubo un fuerte estallido. Todo se hizo negro. Se desvanecieron.

Cambio de RostrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora