Capítulo 17: La redundancia de la vida.

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El cielo radiante en un azul profundo se oculta entre las paredes de los edificios. Paredes de vidrio dejan entrar la sombra proyectada de la estructura que se alza en lo alto, humillando al pequeño pulmón verde de esa clínica. Aunque el calor es húmedo, aun así, se siente helado.

Grupos de sillas para la espera frente a una puerta, y el silencio... el gélido silencio del desconcierto del enfermo. Tan pulcro e impoluto que solo hace odiar lo sucio y corroído que está el alma de ese hombre.

El cuerpo largo se extiende, agotado en el asiento, con la camisa arremangada y las manos en los bolsillos del pantalón. La cabeza apoyada en el cristal, el rostro fatigado y una incipiente barba. Horas de viaje desde aquella casa de campo hasta la capital. Dos compañías forzosas de las cuales no puede desprenderse; aquellos que aguardan a que salga de este lugar. Una noche sin descanso en la cama de hotel y una mañana aburrida esperando este momento.

Si el cielo no fuera tan azul... Al menos la naturaleza haría juego con su interior.

El silencio se interrumpe por un grito:

—¡Petiso! ¡No te enseñaron que no se escuchan las conversaciones ajenas!

El niño, al que regañan, tiene apoyada su linda y redondeada oreja en la puerta del consultorio. Pero el pequeño, después de escuchar que le dicen "petiso", no voltea a ver al desconocido y prefiere ignorarlo.

El adolescente, que es pasado por alto, se encuentra con el uniforme deportivo del instituto. Al notar que el niño no le presta atención, se acerca molesto, chasqueando la lengua. Su voz, algo estridente, evidencia la metamorfosis de la edad.

—Te dije que no escucharas a través de la puerta, es de mala de educación.

Pero el pequeño sigue aferrando el oído. Al ver ese cachete regordete sobre la madera, quiere jalarlo por ser tan desvergonzado. Si fuera uno de sus primos, incluso le tiraría de la oreja. Observándolo despacio, ve que tiene un guardapolvo a cuadros azul y que el cuerpo está rígido.

Iba a dar un regaño más y luego marcharse, pero le parece escuchar algo que no debería haber oído. Ve al niño de nuevo y nota el ligero temblor en sus brazos.

Él también apoya la oreja en aquella puerta.

Hay cosas que los niños no deberían escuchar, no, hay cosas que nunca deberían ser dichas sobre un hijo.

Los ojos redondos del adolescente se hicieron aún más grandes, y finalmente el niño levantó la cabeza para mirarlo.

Tenía curiosidad.

Este desconocido, ahora que lo sabe, ¿pensaría lo mismo que los demás?

Las tupidas pestañas del adolescente descienden, proyectando una ligera sombra sobre su piel pálida. Observa el brazo que antes temblaba y sigue su trayectoria hasta la mano. Luego, vuelve por el mismo camino y se detiene frente al inexpresivo rostro del niño. La sorpresa desaparece de su expresión mientras se pone de cuclillas para que ambos estén a la misma altura.

—¿No te parecen las conversaciones de los adultos aburridas? —La voz se ha vuelto amable y dulce—. A mí sí, creo que a veces los adultos son tontos y los niños somos los inteligentes, porque no vamos y esperamos allá.

Señala las sillas más alejadas de la sala de espera, pero el pequeño solo arquea una ceja algo confundido. Para transmitirle confianza, se levanta y sonríe ampliamente.

—Desde ahí podés ver cuando salen tus papás, y lo mismo, cuando ellos salgan van a poder verte. —Al notar que no obtiene respuesta, abre el bolsillo de la mochila y saca una esfera pequeña—. Mira, si me acompañas, puedo enseñarte cómo usar este objeto mágico.

S.E.L "Unión en la Oscuridad" / En corrección.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora