Capítulo 2

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Después de que sonó la campana indicando el final de la jornada, recogí mis cosas y me dirigí a casa. Mis pensamientos eran un torbellino, incapaz de ordenarlos. Siempre había sido una chica correcta, pero últimamente me encontraba haciendo cosas que nunca habría imaginado. Ayer mismo, conocí a un chico y, sin pensarlo demasiado, ya éramos novios. Además, me sorprendí a mí misma pintando grafitis en las paredes de la escuela, algo que jamás hubiera hecho antes.
 
Hace una semana, me diagnosticaron con leucemia. Recuerdo el momento con una claridad dolorosa: el médico hablaba y yo sentía que el suelo se abría bajo mis pies. "Está bastante avanzada", dijo, y esas palabras se grabaron en mi mente. Desde entonces, he tenido esta constante sensación de urgencia, como si el tiempo se escapara entre mis dedos. Pensar que podría morir pronto me ha llevado a hacer cosas que nunca había considerado, simplemente porque siento que debo vivir intensamente mientras pueda.
 
Al llegar a casa, la luz del atardecer bañaba la fachada con un resplandor cálido. Saludé a mi madre con un "hola" automático y me dirigí rápidamente a mi habitación. Cerré la puerta tras de mí, dejando que el silencio me envolviera. Mis paredes estaban llenas de pósteres de mis bandas favoritas y recuerdos de tiempos más simples, pero ahora me parecían ajenas, como si pertenecieran a otra vida.
 
Me dejé caer en la cama y, finalmente, rompí a llorar. Las lágrimas caían calientes por mis mejillas y empapaban la almohada. No podía dejar de pensar en lo injusto que era todo esto. No teníamos mucho dinero y, como si eso no fuera suficiente, la enfermedad solo complicaba las cosas aún más. Incluso estando enferma, sabía que tenía que seguir trabajando para ayudar en casa. Esta realidad me aplastaba con su peso, llenándome de una negatividad que solo parecía empeorar mi estado.
 
Cada sollozo parecía arrancar un pedazo de mi esperanza, dejando en su lugar un vacío doloroso. Me sentía atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar. Y mientras lloraba, me di cuenta de que, a pesar de todos mis intentos de vivir intensamente, lo único que realmente deseaba era una simple cosa: tener la oportunidad de vivir, sin prisas, sin miedo, y con la esperanza de un mañana mejor. 
 
 
Después de ese torrente de lágrimas, escuché un suave golpe en mi puerta. Mi madre entró y, al verme, se acercó rápidamente y me abrazó.
 
—Ay, mi amor, tranquila —dijo mientras me acariciaba el cabello—. Estoy aquí contigo. ¿Qué tal si leemos un poco o preparamos algo de comer juntas? Hoy puedes cocinar tú.
 
Sentí el calor y la preocupación en su voz. Sabía cuánto le estaba afectando todo esto también. Me sequé las lágrimas con la manga y la miré, viendo el esfuerzo y el amor en sus ojos.
 
—Está bien, mamá —respondí con un suspiro—. Vamos a cocinar algo.
 
Nos dirigimos a la cocina. El aroma familiar de las especias y el calor del horno siempre me habían reconfortado. Mi madre comenzó a sacar ingredientes mientras yo me ataba el delantal.
 
—¿Qué te gustaría preparar? —me preguntó con una sonrisa.
 
—Podríamos hacer pasta con salsa de tomate y albahaca —sugerí—. Es una de mis favoritas.
 
—Perfecto, amor. Yo picaré los tomates mientras tú te encargas de la pasta.
 
Mientras trabajábamos juntas, el ambiente en la cocina se llenó de una sensación de normalidad que tanto necesitaba. Mi madre me contaba historias de su juventud, tratando de mantener el tono ligero.
 
—¿Sabías que cuando tenía tu edad, hice muchas cosas malas? —dijo de repente.
 
La miré sorprendida.
 
—¿En serio? ¿Tú?
 
—Sí —dijo riendo—. Fue con tus tías.  Aunque no salió tan bien como esperábamos.
 
Nos reímos juntas, y por un momento, el peso de mi enfermedad se alivió. Terminamos de preparar la comida y nos sentamos a la mesa, disfrutando de cada bocado.
 
—Gracias, mamá —dije, mirándola a los ojos—. Por todo. No sé qué haría sin ti.
 
Ella tomó mi mano y la apretó suavemente.
 
—Siempre estaré aquí para ti, Lesly. No estás sola en esto.
 
En ese momento, supe que, a pesar de todo el dolor y la incertidumbre, no me había rendido. Tenía a mi madre a mi lado y juntas enfrentaríamos lo que viniera.
 
 
Más tarde, me puse el uniforme y me preparé para ir a trabajar en la pizzería. A pesar de todo, sentía que el tiempo en la cocina con mi madre había ayudado a aliviar parte de la carga emocional que llevaba. Me miré en el espejo, ajustando mi gorra, y noté que mis ojos ya no estaban tan hinchados. Parecía que estaba mejor, al menos por ahora.
 
Al llegar a la pizzería, el aroma familiar de la masa recién horneada y las especias me dio la bienvenida. Saludé a mis compañeros con una sonrisa y me dirigí a la estación de preparación.
 
—¡Lesly! —me saludó Marta, una de mis compañeras—. Como estás. ¿Todo bien?
 
—Sí, estoy bien. Gracias —le respondí, tratando de mantener el tono alegre.
 
El ritmo del trabajo era frenético, pero eso me ayudaba a mantener la mente ocupada. Mientras preparaba las pizzas, escuchaba el sonido constante del teléfono y los pedidos entrando sin cesar. Me gustaba sentirme útil, y la actividad me daba un respiro de mis pensamientos sombríos.
 
—¡Lesly, tenemos un pedido grande para una fiesta! —me avisó Juan, el encargado—. Necesito que te encargues de las pizzas especiales.
 
—¡Enseguida, Juan! —respondí con entusiasmo.
 
Me concentré en los ingredientes, asegurándome de que cada pizza saliera perfecta. Era casi terapéutico, el proceso de amasar la masa, esparcir la salsa y colocar cuidadosamente cada topping. Me perdí en el ritmo de trabajo, y por un momento, todo lo demás desapareció.
 
Cuando el pedido estuvo listo, Juan me dio una palmada en la espalda.
 
—Buen trabajo, Lesly. Eres una de nuestras mejores trabajadoras, ¿lo sabías?
 
—Gracias, Juan. Me alegra ayudar —dije, sintiendo un calor reconfortante por su reconocimiento.
 
Las horas pasaron rápidamente. Al final del turno, estaba cansada, pero de una manera satisfactoria. Sentí que, a pesar de todo, estaba logrando mantenerme a flote. Caminé de regreso a casa, disfrutando del aire fresco de la noche. Al llegar, mi madre me esperaba en la sala, leyendo un libro.
 
—¿Cómo estuvo el trabajo? —preguntó, levantando la vista y sonriéndome.
 
—Bien, mamá. Fue un buen día —respondí, devolviéndole la sonrisa.
 
Nos abrazamos y me di cuenta de que, a pesar de los desafíos, no estaba sola. Con el apoyo de mi madre y el refugio que encontraba en mi rutina, sabía que podía enfrentar lo que viniera.
 
Mientras tanto, Lian estaba en su casa, sentado en el techo. Desde allí, podía ver las luces de la ciudad parpadeando a lo lejos, como si fueran estrellas caídas. Se puso los auriculares y dejó que la música inundara sus sentidos, tratando de calmar la rabia que llevaba dentro. La brisa nocturna era fresca y agradable, y el sonido de las hojas susurrando en los árboles lo acompañaba.
 
En una mano sostenía una novela juvenil, intentando perderse en la historia y escapar de sus propios pensamientos. Las palabras del libro lo transportaban a un mundo diferente, lejos de sus problemas, pero aún sentía la tensión en su pecho. Cada tanto, dejaba caer el libro sobre su regazo y cerraba los ojos, concentrándose en la música, intentando encontrar paz.
 
Sin embargo, sabía que era tarde. El cielo se había oscurecido por completo, y las luces de las casas vecinas comenzaban a apagarse una por una. Con un suspiro profundo, Lian decidió que era hora de bajar. Con cuidado, guardó su libro en el bolsillo de su chaqueta y se deslizó por la escalera que había instalado para acceder al techo.
 
Entró a su habitación y cerró la ventana detrás de él. El silencio de la casa lo envolvió, solo interrumpido por el suave zumbido de la nevera en la cocina y el tic-tac del reloj en la pared. Dejó caer su chaqueta sobre la silla y se dirigió al baño, sintiendo el cansancio acumulado en su cuerpo.
 
Abrió la ducha y dejó que el agua se calentara. Mientras tanto, se miró en el espejo, observando su reflejo. Sus ojos mostraban el cansancio y la frustración que intentaba esconder. Se desnudó lentamente, dejándose caer en el baño como si se estuviera despojando de una segunda piel.
 
El agua caliente le golpeó el cuerpo, relajando sus músculos tensos. Cerró los ojos y dejó que el vapor lo envolviera, intentando lavar no solo la suciedad del día, sino también las emociones negativas que lo atormentaban. El sonido del agua era un consuelo, un murmullo constante que lo ayudaba a desconectar.
 
Después de un largo rato, cerró la ducha y se secó con una toalla suave. Se puso ropa cómoda para dormir y volvió a su habitación. La cama lo recibía con su promesa de descanso. Se metió bajo las sábanas y apagó la luz, quedando en la penumbra. El murmullo de la ciudad era un fondo lejano, apenas perceptible.
 
Lian se acurrucó en su cama, buscando una posición cómoda. Cerró los ojos y trató de concentrarse en la respiración, en el ritmo constante de su pecho subiendo y bajando. Poco a poco, el cansancio venció a la inquietud y, finalmente, se dejó llevar por el sueño, esperando que el día siguiente trajera algo de paz a su agitada mente.
 

 
Al día siguiente, Lian no despertó temprano como de costumbre. Su madre, preocupada por el tiempo, subió a su habitación y lo encontró todavía profundamente dormido.
 
—Lian, despierta. ¡Vas a llegar tarde a la escuela! —le dijo suavemente, sacudiendo su hombro.
 
Lian abrió los ojos lentamente, parpadeando para despejar la neblina del sueño. Se levantó de un salto, consciente de que el tiempo corría en su contra. Se preparó rápidamente, vistiendo su uniforme y recogiendo sus cosas a toda prisa. Se lavó la cara y se cepilló los dientes en un santiamén, y salió corriendo por la puerta con su mochila colgada al hombro.
 
Al llegar a la escuela, se unió al bullicio de los estudiantes en los pasillos y se dirigió a su aula. Las primeras horas pasaron sin incidentes, aunque notó que la silla de Lesly estaba vacía. No le dio mucha importancia al principio, asumiendo que tal vez llegaría tarde o tenía algún compromiso familiar.
 
Horas antes, en la casa de Lesly, ella se había despertado con una sensación de agotamiento que parecía haberse convertido en su estado normal. Se levantó lentamente y fue al baño para darse una ducha, esperando que el agua caliente le ayudara a sentirse mejor. Después de la ducha, se vistió con su uniforme y comenzó a peinarse frente al espejo. Fue entonces cuando notó algo alarmante: mechones de cabello se quedaban en su cepillo y caían sobre el lavabo.
 
El shock la dejó paralizada por un momento. Con el corazón acelerado, llamó a su madre.
 
—¡Mamá, ven rápido!
 
Su madre llegó apresurada al baño y vio el cabello de Lesly esparcido. Su rostro mostró una mezcla de tristeza y preocupación.
 
—Vamos al médico, cariño —dijo, tomando su mano con firmeza.
 
En el consultorio, los médicos examinaron a Lesly y confirmaron sus peores temores.
 
—Esto es normal en tu condición, Lesly —dijo el médico con voz calmada—. La enfermedad está avanzando más rápido de lo que esperábamos. Es crucial que tomes tus medicamentos sin falta y que descanses lo más posible.
 
Lesly y su madre regresaron a casa en silencio, el peso de las palabras del médico colgando en el aire. Al llegar, Lesly se dirigió directamente a su habitación, sintiéndose agotada. Se recostó en su cama, permitiendo que las lágrimas rodaran silenciosamente por sus mejillas mientras pensaba en todo lo que estaba pasando.
 
De vuelta en la escuela, las clases continuaban. Al final del día, Lian no pudo evitar preocuparse por la ausencia de Lesly. Al sonar la campana, se dirigió a la profesora.
 
—Profe, ¿sabe algo de Lesly? Es raro que falte. Generalmente, soy yo el que falta más —dijo con una sonrisa nerviosa.
 
La profesora negó con la cabeza, con una expresión de preocupación.
 
—No, Lian, no he escuchado nada. No me ha dicho nada sobre faltar hoy.
 
Lian frunció el ceño, inquieto. Con una sensación de desasosiego, recogió sus cosas y se dirigió a casa. Durante el trayecto, no pudo dejar de pensar en Lesly y esperar que estuviera bien. El aire fresco de la tarde le despejaba un poco la mente, pero la preocupación persistía como una sombra.
 

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