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	Consiguió ver un rostro pálido, sucio y con rastros de ampollas y quemaduras asomándose desde lo alto

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Consiguió ver un rostro pálido, sucio y con rastros de ampollas y quemaduras asomándose desde lo alto. Ya había conseguido su propósito: tallar la salida a ninguna parte del nuevo túnel en el que había estado trabajando.

A Altair casi no le dio tiempo a reaccionar.

La enorme roca que cayó desde la pared, golpeó el camino con un ruido sordo que retumbó por todo el interior de las fauces del abismo. Como un cuerno de guerra, el estruendo fue la antesala de una reacción en cadena. La grava y las piedras del suelo empezaron a resbalar pendiente abajo, por la misma senda o por los bordes, hacia el vacío mismo.

La riada de piedras y grava hizo que la estrella perdiese el equilibrio y cayese de espaldas al suelo. Además, una brisa, como una mano invisible, hizo el resto del trabajo a sus espaldas. Lai trató de ayudarla, enredando su cola en su brazo para sujetarla, lo cual siempre resultaba inútil. Aún así, siempre lo intentaba. Lai no tenía fuerzas para tirar de ella, y acababa teniendo que resignarse a no poder ayudarla.

Altair entró en pánico, y mientras el alud se movía, trataba desesperadamente de agarrarse al primer risco o saliente que se encontrase. En más de una ocasión pareció conseguirlo, pero acababan siendo piedras pequeñas o quebradizas, que se rompían y la dejaban otra vez a merced del destino.

Cuando la pendiente se pronunció aún más, la pequeña estrella entró aún más en pánico. Como pudo, trató de agarrarse incluso al propio suelo, casi arañándolo. No lograba llegar a ningún sitio útil para aferrarse, y el camino la empujaba hacia afuera.

Cada vez estaba más próxima al borde de un terraplén y se hizo daño en las manos.

El camino parecía una tormenta de piedras furiosas que subían incluso por encima de ella, golpeándola sin compasión. Desde abajo, Altair sintió cómo algunas rocas afiladas le rasguñaban los brazos al pasar, y cómo algunas otras le adormecían las extremidades por los golpes.

Estaba muy cerca de caer y no podía permitirlo. Ni siquiera aún sabía en qué dirección debía ir como para caer a las fauces del abismo, a saber hasta qué distancia.

Todavía le quedaban fuerzas para pelear y no pararía mientras le quedase aunque fuera, una sola gota. Altair trató de echar mano a cualquier cosa, sintiendo el borde a sus espaldas. Como un gato que juega con un ovillo, Altair movía los brazos en todas direcciones, angustiada y aterrada. Nada le servía, nada.

De golpe, una cascada de grava, polvo y piedra.

De golpe, una pendiente hacia ninguna parte. Una pendiente perdida en la bruma. Dolor, entumecimiento.

 Y después, nada.

 Y después, nada

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𝐄𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐎𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora