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Scuti había sido derrotada

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Scuti había sido derrotada.

Su hhel'ir goteó durante unos segundos, antes de que se dignara a mirar a su estrella oponente a la cara. No quería ponérselo fácil. Sin embargo, la que no se lo estaba poniendo fácil era la estrella carmesí.

Era imposible para Scuti. Su poder, por colosal que fuera, no competía contra el de aquella monstruosidad.

Pasó un buen rato negando lo obvio. Se había agarrado a su título de líder con uñas y dientes. A su honor de ser la estrella más grande conocida.

Apretó los dientes. Notó cada lanza atravesándola. La estrella carmesí no mostró clemencia alguna. Era su momento de desquitarse, e iba a aprovecharlo.

Sus rémoras se movieron, y las lanzas de luz se retorcieron dentro de Scuti. La líder gimió, y otro chorro de hhe'lir cayó al suelo.

Volvió a bajar la cabeza, respirando con dificultad.

Alnilam imaginó que algo así pasaría. Ellas habían experimentado el horror de tener una líder tirana a la que no podían destronar. Ahora, Scuti lo estaba viviendo en carne propia, de un modo ligeramente distinto.

Una estrella gigantesca iba a arrebatarle todo, y no podía hacer nada para vencerla.

Scuti —se escuchó decir a Sol—. No puedes.

La antigua líder se encogió más en sí misma. Hasta las demás habían cambiado su trato hacia ella.

Scuti, hazlo —dijo Canis Majoris.

Apretó los dientes. Era consciente de que estaba ofreciendo un espectáculo difícil de ver. Al fin y al cabo, ya estaba postrada.

Se lo iba a quitar. Se lo iba a quitar todo. Y ella se lo iba a entregar en mano.

Levantó la cabeza despacio. Se tomó su tiempo, hasta ser capaz de mirar a la estrella de color sangre.

Jamás creyó que tendría que hacer aquello.

Repasó mentalmente a todas las estrellas del Consejo. Ahora... Sería tan sólo una más de ellas. Y no tendría oportunidad ya de hacer lo que quiso con Alnilam y Sin nombre.

Su opinión ya no sería la primordial.

Le ardía por dentro.

Balbuceó, con el hhe'lir chorreando por su barbilla en forma de hilo. Era demasiado tarde para hacer nada. Además, no tenía nada que hacer contra ella, tal como sus compañeras tuvieron nada que hacer cuando era líder.

¿C... Cuál —dijo Scuti, con dificultad—, es tu nombre...?

La estrella carmesí no retiró las lanzas. Miró a Scuti, tomándose su tiempo. Inspiró hondo y, con una voz que hacía temblar a las piedras, respondió:

Stephenson.

Ste... phenson —repitió Scuti.

Tuvo que hacer una larga pausa antes de seguir.

Yo, Scuti... Reconozco mi derrota ante ti, Stephenson —un dolor agudo atenazó su corazón. No podía creer que estuviese haciendo aquello—. Por lo tanto... Es mi deber entregarte mi trono, mis privilegios, mi ciudadela... y mi título de líder del Consejo de Estrellas Ancianas a ti.

La gran Stephenson sonrió.

Acto seguido, retiró las lanzas rojas, con un último alarido de la antigua líder.

 Las demás, inclinaron la cabeza en señal de respeto. Stephenson, su nueva líder.

Poco a poco, la niebla se fue disolviendo

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Poco a poco, la niebla se fue disolviendo. Ankra retiró sus llamas, con algunas quemaduras en los brazos a causa del tiempo que tuvo que mantenerlo. El Coloso de Madera trató de retirarse del fuego lo máximo posible y encogió de nuevo sus raíces.

Tras la densa neblina oscura, vieron a Akaun tendido sobre el suelo de la torre, en una de las pocas plantas que quedaban. Junto a los tres Colosos, daba un aspecto triste. Era como un pequeño animal asustado.

Su sombra no podía reinar con toda aquella luz y la niebla había dejado de responderle. Trató de ponerse en pie, pero estaba exhausto.

Los Colosos se le quedaron mirando sin hacer nada, lo cual fue aún peor para el Mago. Tuvo que enfrentar las miradas de sus tres compañeros de antaño, malditos por él mismo, mirándole como a una alimaña completamente indefensa.

Akaun frunció el ceño, tratando de mantener la poca compostura que le quedaba.

—Yo soy Oz. Aún lo soy —dijo, entre dientes.

Altair descendió del cielo, despacio y con gracia. Los Colosos la dejaron pasar y el Mago, la miró por debajo de un ceño poderosamente fruncido, aún en el suelo.

La pequeña se posó suavemente, y avanzó por las ruinas, directa hacia el hombre tenebroso al que se conoció por siglos como el Mago de Oz.

Tal y como hizo con los Colosos, por un instinto irrefrenable, posó su mano sobre su frente.

Por todos los habitantes de Oz, que habían sufrido por generaciones. Por los efectos de la niebla. Por todo lo que tuvo que pasar para llegar hasta allí. Por la misión que hizo que incluso ella misma cambiase de forma irrevocable.

Antes de que su luz brotase como un inmenso torrente, le dijo:

 —Ya no.

 —Ya no

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𝐄𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐎𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora