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Hacía rato que Altair había dejado de escuchar voces, pasos y quejidos de los acechadores

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Hacía rato que Altair había dejado de escuchar voces, pasos y quejidos de los acechadores. Había corrido durante un buen rato, y no se había atrevido a detenerse hasta que no los dejó de oír por completo.

Ahora se preguntaba dónde estaría la senda dorada. Hacía tiempo que le había perdido la pista. Eso sólo complicaría más todo, pensó. Se aventuró a seguir por su cuenta, esperando no equivocarse de dirección. Al fin y al cabo, imaginó que era cuestión de seguir lo que Ankra le dijo.

«En las entrañas de un cenagal; en la garganta de una honda cueva; en la cima de una montaña que siempre arde.»

Mientras siguiera subiendo hasta la cima, no tendría por qué perderse.

Subió por una pendiente muy pronunciada, prácticamente escalando. Esa vez se le dio mejor que las anteriores. Al fin y al cabo, había recuperado energía, aunque seguía teniendo que transferirle luz a Lai. Y a pesar de seguir sintiendo que no era suficiente para recargarla por completo.

Posó su mano sobre el borde y se impulsó cono pudo con las piernas hasta arriba. Terminó ese último tramo casi a rastras, y se deslizó por el suelo rodando, fatigada por el esfuerzo.

Se tomó unos segundos para descansar y aprovechó para examinar a Lai. Aún se le hacía demasiado extraño ver a su amiga tan inerte en sus brazos. Lai nunca paraba quieta. Además, seguía estando fría.

Afortunadamente, los humanos no le hicieron daño.

Altair suspiró.

La montaña se estremeció un poco, y otra bocanada de lava salió despedida hacia el cielo.

Habiendo descansado un poco más, tomó a Lai entre sus brazos y miró hacia arriba. Las gotas de lava cayeron por todos lados, como una lluvia mortal. A esas alturas, Altair dudaba que pudiesen encontrar algún habitante de la montaña desperdigado. Ese era territorio propio para una estrella, no para un mortal. Por muy loco que estuviera.

Inspiró hondo y se puso en pie. Se podía permitir descansar incluso más, pero la emoción pudo con ella. Por Lai, tenía que continuar.

 Tan pronto como se puso en pie, echó mano a la pared y se puso a escalar, reuniendo fuerzas y diciéndose que era el último empujón que le faltaba. No podía detenerse ahora. Había llegado muy lejos y había pasado por mucho para llegar hasta ese punto. En comparación, aquel último trecho iba a ser lo más fácil.

 En comparación, aquel último trecho iba a ser lo más fácil

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Otra lluvia de lava cayó sobre ella como una fina brisa. A cualquier humano, eso le habría causado serias quemaduras. Para una estrella, era un regalo caído del cielo. Sin embargo, estaba gastando mucha energía en la subida, además de la cantidad de luz que estaba transmitiéndole a Lai constantemente. Eso hacía que, a pesar de poder recargarse con la hoguera y ligeramente con la lava que caía, no fuese suficiente.

Se preguntó en qué momento había necesitado tantos recursos para recargarse por completo. En otro tiempo, solo con una ligera llama habría bastado.

Altair resbaló varias veces por el esfuerzo y la cantidad de energía que estaba consumiendo.

Se agarró firmemente a la pared y trató de no mirar hacia abajo. Se dijo a sí misma que aún así, podría planear, como cuando bajó desde las manos de los otros dos Colosos. Sin embargo, esa idea no le consolaba. Si planeaba, bajaría hasta quién sabía dónde. Y solo le quedaban dos luces alfa, que había pasado a almacenar como su tesoro más preciado. No podía depender de ellas. Ya no.

Se impulsó un poco más hacia arriba, y sintió la inestabilidad de la pared. Se dio prisa en buscar apoyo en otro saliente, con todo su cuerpo tembloroso, temiendo que en cualquier momento hubiese algún desprendimiento. De vez en cuando, el volcán soltaba bocanadas de lava, y con ello, un sacudida removía toda la cumbre.

Altair había aguantado varios de aquellos temblores, y empezó a sentir que otro se aproximaba. Inspiró sonoramente.

Apretó a Lai contra su pecho y se agarró a la pared lo más fuerte que pudo. No supo si lo sintió más fuerte porque realmente lo fue, o por estar tan arriba. La cuestión es que aquello era aterrador. No podía agarrarse bien, estaba suspendida a metros de altura, sola, con Lai a su cargo, y el volcán sonaba como la garganta de un ser monstruoso.

Gravilla y algunas piedras pequeñas le cayeron encima mientras Altair aguantaba como podía. Se aferró tan fuerte que sintió que iba a fracturarse la única mano que tenía disponible. Aguantaría que la tierra cayera sobre ella si con ello podía evitar caer montaña abajo.

Apretó los dientes y se juró a sí misma que no se caería.

El temblor azotó en todas direcciones, y hubo desprendimientos en una zona más abajo de donde ella se encontraba. Escuchó lo que parecía una grieta abriéndose en la pared, muy cerca de ella, y lava fluyendo no muy lejos. Sin duda, estaba siendo mucho peor que las otras veces. Era como si la montaña amenazara con derrumbarse.

Altair siguió esforzándose por no caer y tuvo que detener el flujo de luz entre ella y Lai para poner todas sus fuerzas en aquello. Se pegó a la pared como una estrella de mar y casi contuvo la respiración. Y en efecto, no se fracturó su mano, pero sí empezó a sangrar abundantemente.

Una gota de hhel'ir le cayó sobre la cabeza, y entonces se fijó. Le dolía, pero no podía soltarse. No aún.

Su hhel'ir empezó a chorrearle por el brazo, y otra preocupación se sumó a la de no caer por culpa del terremoto: que la piedra cediera por culpa del calor de su sangre.

Muy despacio, Altair trató de mover un poco la mano, lo suficiente para que su sangre discurriera por su brazo, y no cayera directamente por la pared. Si derretía la piedra, estaría acabada.

Pese al dolor, apretó con la mano y vio que aquel resquicio al que estaba sujeta aún se sentía sólido. Su sangre seguía fluyendo y con ella, la poca energía que le quedaba.

No obstante, Altair se dio cuenta de algo. El terremoto había parado. Lo había resistido. Y estaba muy cerca.

Ignoró completamente el estado en el que estaba. Ya no importaba la sangre que perdiera, ni el dolor que sintiese.

Comenzó a escalar de nuevo, dejando un leve rastro de hhel'ir que provocó algún desprendimiento nimio.

Su mano dolía terriblemente. Estaba embadurnada en hhel'ir y, de haber sido el color de la sangre humana, hubiese sido un espectáculo atroz de ver. ¿Cómo se había hecho eso? Ni siquiera lo había notado...

Subió hasta otro saliente.

Y cuando tocó el borde, se dio cuenta de que ya no había nada más. Nada por encima de él.

Era el borde del cráter del volcán.

Lo había conseguido.

	Lo había conseguido

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𝐄𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐎𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora