━━𝟎𝟏

18 5 0
                                    

Una luz cruzó el cielo

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Una luz cruzó el cielo. Hacía mucho que nada así se podía ver por allí. Hacía tanto que Oz dejó de ver la luz, que su gente ya no era capaz de recordar su forma, ni cómo les hacía sentir. Tantas generaciones hubo después de lo sucedido, que muchos nacieron y murieron sin haber vuelto a verla nunca. La luz de una estrella debía de ser un acontecimiento espectacular.

Y, por el contrario, nadie lo vio. El cielo era negro, noche y día, la tierra oscura y yerma. La atmósfera confusa y las criaturas, cegadas por una dolencia invisible, enloqueciéndolos un poco más cada minuto.

La tierra de Oz estaba bañada, ante todo, por una espesa niebla, como un fino velo que caía del cielo, una extensión de las mismas nubes. Se movía a través de la tierra, deambulando sigilosamente, un ser sin sombra ni vida. No se iba. No dejaba de atormentarles.

Altair miró de un lado a otro, llevándose sus pequeñas manos al pecho. Aún trataba de recuperarse de su caótica travesía a través del agujero de gusano. Todavía podía sentir el frío en las manos de la estrella que la ayudó a llegar a él, mezclado con el frío invernal de Oz. No podía creer que al fin estuviese allí. Pensó que, al haber decidido ir a Oz por su propio pie, se alegraría cuando llegara. Imaginaba un escenario muy diferente, aunque no sabía bien qué era lo que esperaba.

Miró hacia el cielo, pero no vio rastro alguno de la luz de otras estrellas. Se acordó cuando vio por primera vez la luz de Vega desde el observatorio del Palacio. Vega...

Desde allí, no podía verla. Ni a ella ni a ninguna otra estrella. Nunca pensó que un mundo mortal pudiese ser tan triste ni tan oscuro como para no ver nada en el cielo. En la ciudadela, se sintió sola. Pero la soledad de Oz, con un cielo vacío, le transmitió un sentimiento de abandono tan frío, que calaba hasta el fondo de su alma. Siempre se sintió amparada por la luz de los grandes ancestros. Ahora, la única luz de estrella que brillaba, era la suya.

«Tu luz seguirá brillando allí abajo. Aunque será cosa tuya que no se apague. Allí no tendrás sustento como aquí, de todas nosotras. Allí estarás sola, y no podremos hacer nada por ayudarte.»

La voz de su maestra resonaba en la mente de Altair. Su cabello, una figura blanca y alargada como una mantarraya, se agitó con el aire. Esa vez, más que ninguna de las tantas veces que se lo repitió, entendió el significado de esa frase.

Una pequeña mantarraya empezó a revolotear alrededor de Altair. Brillaba casi tanto como ella, pero reflejando la luz de su compañera. Lai, su único satélite, y la compañía más preciada que tuvo desde que Vega se marchó.

Se frotó los brazos. Aquel frío no se sentía bien. Eran como agujas, agujas muy finas que se clavaban en la piel.

La estrella se sintió incapaz de moverse. En su lugar, fue Lai la que se puso en marcha por su cuenta a través de la niebla. Altair estiró su brazo para tratar de alcanzarla, pero no logró nada. Siempre hacía lo mismo. Lai era la más decidida del dúo, por instinto de protección o por insensatez. Avanzaba siempre la primera, inspeccionaba todo antes que nadie y, si algo debía de ocurrir, el daño se lo llevaba ella. Altair trataba de detenerla, en vano, pues se quedaba atrás casi siempre, paralizada por la indecisión.

𝐄𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐎𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora