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Ankra fue bajando los escalones despacio, apoyándose en la pared

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Ankra fue bajando los escalones despacio, apoyándose en la pared.

Altair, al verla, se ofreció a ayudarla para que no se cayera, y la mujer se lo agradeció. Tomó una de sus pequeñas manos, lisas y suaves como las de un delfín, pero cálidas como el sol de verano, y bajó el último escalón.

Allí, bajo tierra, la bruja tenía una pequeña plantación de unas hierbas que no había visto en Oz aún. Eran como briznas de hierba que se estiraban a menos de un metro del suelo. Sobre ellas, se enroscaban y creaban espirales casi perfectas, que emanaban fibras de luz como finísimas telarañas. Todas ellas reaccionaron con la luz de Altair en cuanto entró.

Lai revoloteó por la plantación, animada. Altair se giró hacia Ankra, y la vio sonriendo con aire nostálgico.

—Eversys Borlial —pronunció—. Aunque nosotros las llamábamos "luces alfa", vulgarmente. Antes las encontrabas por toda Oz, en cualquier época del año. Ahora quedan tan pocas que son prácticamente imposibles de ver. Quizás, mi humilde plantación sean ya los únicos ejemplares que quedan.

A Altair le pareció algo precioso y triste a partes iguales. Aunque seguía sin comprender bien por qué la anciana se lo estaba enseñando.

Se giró hacia la plantación y vio a Lai aún revoloteando sobre ellas, proyectando su luz hacia las paredes de tierra. Era muy posible que en ese piso subterráneo no hubiese más de quince o veinte plantas de esas que llamaban luces alfa.

Altair quiso imaginarse cómo habría sido encontrarlas naturalmente en Oz. Sobre todo después del atardecer. Algo como ver el firmamento en la tierra, se imaginó. Debía de ser algo precioso. Era una verdadera lástima que ya no quedara casi ninguna.

—Te las he enseñado porque las necesitarás en tu viaje —dijo Ankra, interrumpiendo sus pensamientos.

Altair miró de golpe a la anciana, pero ella no se inmutó y prosiguió. Las últimas plantas de ese tipo, posiblemente, que quedaban en toda Oz. No dejaba de darle vueltas a ese hecho. Y... ¿las iba a arrancar por ella?

Altair quiso detenerla con pena, pero no pudo.

—Como te he dicho, en Oz no encontrarás muchos sitios en los que haya fuego o en los que se pueda crear uno —se agachó y arrancó una luz alfa para mostrársela—. No obstante, estas plantas podrán ayudarte igual. Cristalizan luz en su interior. No demasiada cantidad, pero lo suficiente como para que puedas recargarte un poco cuando lo necesites.

La bruja le ofreció una planta y la estrella la tomó en sus manos con tanta delicadeza, que dio la impresión de que se fuese a romper.

—Come una o varias según necesites, cada vez que sientas que tu luz se desvanece.

Altair asintió y Ankra recogió todas las luces alfa que tenía plantadas en el subterráneo. Cuando terminó, se dirigió con el ramo hacia ella y se lo ofreció.

—No sientas lástima. Las he guardado para una ocasión como esta. No importa lo que ocurra a partir de ahora con ellas, con tal de que sirvan para ayudarte. Solo con eso habrá merecido la pena.

Altair tomó el ramo de Eversys en sus manos. Sostener esas plantas le daba una sensación acogedora. Durante unos segundos, Altair sosteniendo el ramo de luces alfa fue la única fuente de luz. Eso, claro, hasta que envió el ramo al arca del vacío para mantenerlo a salvo. La anciana asintió y, antes de salir del sótano, le dijo una última cosa a la estrella.

—Confío en ti. Sé que lo harás y que volverás. Cuando lo hagas, ven a buscarme. Como te dije, me gustaría encarar a Akaun por última vez. Aunque sea ya una pobre y vieja bruja, iré con vosotros a la torre del Mago.

Altair se quedó atrás, viéndola subir de vuelta por las escaleras. Esperaba de corazón poder cumplir también el deseo de Ankra. Aunque no estaba segura en absoluto.

	Los cinco aparecieron en medio de la niebla, como seres fantasmales

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Los cinco aparecieron en medio de la niebla, como seres fantasmales. La bruja los había llamado para que llevaran a Altair hacia el Abismo de Tierra, el lugar donde se escondía Atdras, uno de los dos Colosos que le faltaban por despertar.

Ankra le instó a que se acercara a ellos, y la pequeña estrella obedeció. Los alces no se apartaron, y uno de ellos inclinó la cabeza hacia ella. Eran de un color azulado, ni tan profundo como los mares de los planetas, ni tan claro como las nebulosas celestes. Altair tocó la cabeza del alce, y sus cuernos reaccionaron brevemente con su luz, brillando durante una fracción de segundo.

Apartó la mano casi por inercia, pero el alce no se asustó. Se ladeó un tanto mostrándole el lomo, para que subiera sobre él. Altair no hizo caso inmediatamente. Por el contrario, se giró hacia la bruja, y ésta se acercó a ella.

La mujer posó la yema de su dedo índice sobre la máscara con el ojo pintado y masculló unas palabras que Altair no comprendió.

Aquello no tardó mucho. La bruja retiró su mano y sonrió.

—Te he puesto el mismo hechizo protector que utilizo para mantener a salvo mi propia casa. Te ayudará a guardar mejor tu luz y a protegerte de la niebla. Avanza todo lo que puedas mientras dure. Lamentablemente, no es eterno. Cuídate especialmente cuando éste se marche.

No tenía modo alguno de poder preguntarle cuánto tiempo duraría el hechizo. Quizás la bruja tampoco se lo dijo para no ponerla nerviosa, o quizás ni siquiera ella misma supiera ya el tiempo con exactitud. Lo único que pudo hacer fue asentir y dirigirse al alce que aún estaba mostrándole uno de los lados de su cuerpo.

La estrella escaló de una forma un tanto torpe hasta sentarse sobre el animal y, antes de que los cinco echaran a correr, le dio tiempo a volverse hacia Ankra, que se despedía con la mano. Esperaba volverla a ver, tal y como ella quería.

 Altair también se despidió con la mano, aunque tal vez fuese tarde. La niebla era tan espesa que posiblemente no lo hubiese visto.

 La niebla era tan espesa que posiblemente no lo hubiese visto

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𝐄𝐥 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐞𝐜𝐞𝐫 𝐝𝐞 𝐎𝐳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora