Durante su infancia, Isabel y Rebecca fueron amigas, hasta el día en el que ésta se fue sin decir adiós. E Isabel, completamente enamorada de Rebecca, pensó que no podría tener algo más como eso en la vida.
Y fue verdad, hasta el día en el que Rebec...
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Todas las noches han sido de duda e insomnio desde ese atardecer, desde el paseo por el cementerio que cambió cómo veo mi relación con Rebecca; el paseo que cambió cómo veo mi futuro con ella. Todas las noches han sido de rodar sobre la cama e intentar no pensar en la muerte; intentar pensar que, aunque no hay más soluciones, no debería tomar como opción solo suicidarme o sufrir. Intento pensar que debe haber algo no tan trágico en envejecer junto a alguien que no puede hacerlo, en estas noches en las que no dejo de contemplar el cuerpo de mi amada y pensar en lo triste que es que su piel se vea igual de lisa y suave que el día que nos reencontramos, como si no fuera eso lo normal y lógico, como si no estuviera eso pasando también en mi cuerpo, como si mis cambios físicos no se redujeran solo a tener más ojeras, una marca donde me mordió una hormiga y unas cuantas quemaduras por la luna derretida de esa tarde.
Esa maldita tarde. No quiero pensar en ella, pero siempre regresa; su marca no está solo en mi mente, sino también en mi cara; puedo verme al espejo y notar que eso de verdad pasó; que aún tengo las marcas de la lluvia y de la hormiga que me despertó para que me encontrara con mi destino.
Seguro si hubiera despertado más tarde, si el cielo hubiera estado ya lo suficientemente oscuro cuando los árboles se retiraron, Rebecca habría aceptado solamente ir a casa y no me hubiera mostrado su tumba. La crisis por la que pasa ahora hubiera podido esperar; este sería el problema, tal vez, de una Isabel a mediados de sus veinte o llegando a los treinta, viendo cómo se ve algo mayor que su novia, tal vez pensando que es normal hasta que la chica a su lado le dice que en realidad es un fantasma.
Y tal vez ella, esa hipotética futura Isabel no se quedaría despierta todas las noches pensando en si es una buena idea volverse un fantasma también y evitar que su relación se arruine. Tal vez en el futuro de esa Isabel las relaciones con fantasmas son algo normal y no hay escándalo si digo la verdad: Mi novia se ve más joven que yo porque tuvo la —¿buena? ¿mala?— suerte de morir hace unos cuantos años.
Pero justo ahora ese hipotético futuro es, justamente, hipotético; solo puedo imaginarlo y tratar de sentirlo posible, pero no ocurre; no lo pienso ni de cerca factible. Ese futuro no existe y no sé si me agradaría si llegase; no sé si, incluso siendo normal y estando permitido, quiero salir con una persona eternamente veinteañera.
Sí, seguro sería algo en lo que podría pensar mejor si fuera mayor, si supiera mejor quién soy y qué quiero y qué opino sobre todo lo relacionado a esta situación. Pero es algo que me ha tocado vivir ahora, cuando lo único que he pensado sobre el mundo y mi futuro es que quiero a Rebecca, y...
Siento una soga alrededor de mi cuello. A veces pasa, cuando pienso mucho o muy intensamente en morir; en matarme. No puedo sentir la textura de la cuerda ni una presión real, pero puedo sentir cómo mi cuello pica, cómo ansía esas sensaciones, ese dolor, la idea de estar realmente cerca de morir. Trato de convencerme de que es solo una forma de decirme a mí misma que me gustaría estar inconsciente, que quiero dormirme ya, que todos mis anhelos se resumen en eso, en que mi insomnio termine y pueda estar en paz por unas cuantas horas.