Recuerdo 5 (Rebecca)

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Mamá nunca nos consiguió una casa

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Mamá nunca nos consiguió una casa. De todas formas, eran muy pocas las veces en las que recordaba su promesa; los primeros meses le hablaba de eso a diario, le preguntaba cómo estaba yendo, qué había hecho, si ya había contemplado alguna opción... Y ella me hablaba de diferentes casas, y de las construcciones que empezaban a hacer afuera del pueblo, y de cómo intentaba conseguir un trabajo pero no tenía la suerte de encontrar alguno en el que contrataran fantasmas.

Y no sé si fui yo quien perdió la esperanza primero o si fue ella, pero en algún momento ya no hablamos tanto de eso; dejé de hacerle preguntas diarias para hacerlas cada semana, luego cada mes, luego simplemente cuando me venía a la memoria, cada vez con menos frecuencia. Con el paso de los años, dejé de tener esperanzas de escapar y empecé a conformarme con lo que tenía: Vida normal solamente dentro de la casa y mientras mi padre no estuviera. Libertad solamente cuando me cuidaba a mí misma, cuando hacía que mamá entrara y saliera por las ventanas en las mañanas, cuando disfrutaba de los pedacitos del mundo exterior que ella me daba: Alguna nueva tela en la cual bordar, un nuevo libro para leer u otra revista de espectáculos de la que no me importaban los chismes, los tests ni ningún tipo de texto, sino las fotos de las chicas bonitas caminando por las ciudades, sonriendo, besando chicos, a veces besando a otras chicas y haciéndome imaginar de nuevo cómo se sentiría eso.

Mamá ya me había dicho que había más gente como yo allá afuera y que a la gente con el paso del tiempo le parecía cada vez más normal, pero siempre era raro sentirlo tan real, verlo tan nítidamente impreso en el papel. Y era más raro sentir —y saber— que yo estaba muy lejos de eso; que yo a duras penas podía conocer mujeres y me era incluso más difícil conocer a chicas de mi edad sin que papá se entrometiera; sin que papá temiera a lo que yo quería ser.

Quería ser una de esas chicas. Tal vez no ser famosa y tener mi cara impresa en la portada de una revista; tal vez no ser lo suficientemente visible para encantar —enamorar— a una joven como yo a la que jamás podría conocer, pero sí poder ser... normal. Pisar la calle, aunque fuera de tierra y no de asfalto; conocer chicos y hacerme su amiga. Conocer chicas incluso si nunca pudiera besarlas.

Pero no, no podía ser normal. Porque mamá ni siquiera podía sacarme de aquí, aún jurando que era lo único que quería; aún cuando yo no dejaba de rogar al cielo, a las estrellas, al destino, a Dios —a quien sea que existiera y pudiera escucharme— que eso ocurriera; que pudiera dejar esa casa lo más pronto posible, incluso cuando finalmente se me olvidó que mamá había querido comprarme una, que dedicó varios años a intentar darme un mejor hogar.

Tuve otros doce cumpleaños junto a mi padre y, finalmente, perdí la fe.

En mi último cumpleaños, que fue también la última Nochebuena que pasé con vida, me puse a recordar el año, como suele hacer la gente; como solía hacer yo para medir qué tan atrapada estaba, si podía tener alguna esperanza de que las cosas mejoraran para mí el siguiente año a pesar de que mi conclusión siempre era la misma: Las cosas no iban a cambiar, al menos no para el año siguiente. Al menos no para antes de que cumpliera unos sesenta años y estuviera más cerca de la muerte que de vivir como deseaba...

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora