Capítulo 18

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El sol está en lo más alto cuando por fin despertamos, y eso es justo lo que me dice que ya es demasiado tarde para abrir los ojos

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El sol está en lo más alto cuando por fin despertamos, y eso es justo lo que me dice que ya es demasiado tarde para abrir los ojos.

A Rebecca no parece importarle, pues apenas sus párpados se despegan, en vez de verse tan preocupada como yo sobre lo tarde que está llegando al trabajo o el desastre que dejamos en la casa anoche —las paredes del cuarto repletas de flores, los platos sucios que dejamos después de cenar, la posible plaga de cucarachas que iniciamos solamente por nuestra impulsividad...—, se reacomoda en la cama y luego me abraza; me pega más a ella y no sé cómo decirle que deberíamos levantarnos, así que sigo mirando a las paredes; a las rosas, las bugambilias, girasoles, todas las demás plantas que gritan amor...

La cabeza me da vueltas recordando lo que hicimos ayer, cómo entonces se sintió correcto y ahora se siente raro, sucio, pero todavía lo suficientemente bien como para pensar que no es para tanto, que no me entiendo a mí misma ni a mis emociones, que es lo suficientemente correcto como para repetirlo o acordarme sin sentir culpa. No debería estarme preocupando; me gustó, y a Rebecca también —me lo dijo varias veces mientras lo hacíamos—... No sé quién creo que nos juzga; ni siquiera creo en que Dios pueda estarnos viendo.

No me entiendo a mí misma.

Intento concentrarme en la pared y no en cómo me siento ante ésta.

—Deberías llevar todo esto a la florería —sugiero, o tal vez bromeo, hacia Rebecca.

—Nos serviría —asiente tanto con sus palabras como con su cabeza, y sonríe como nunca. Aún hablando de la florería, no parece recordar que ya debería haberse ido a trabajar. Aún no sé cómo decírselo, así que sigo quieta junto a ella.

Tal vez secretamente no quiero abandonar esta cama; no quiero abandonar a mi novia ni a su abrazo ni la sensación de su piel contra la mía, que me pone nerviosa y me relaja a la vez. Tal vez no quiero irme; tal vez no me vaya nunca...

Parece una gran idea por unos cuantos minutos en los que seguimos abrazadas y nos volvemos a besar; en los que ahora yo estoy encima de ella y yo soy quien la abraza y también quien le pasa los labios y la lengua por el cuello, ahora con un gusto salado, probablemente por el sudor de anoche y de toda la madrugada, durante la cual, aún con el invierno y con todo el viento frío que corría afuera, este cuarto se sentía caliente. Parece una gran idea durante los minutos en los que parece que lo de anoche va a repetirse.

Pero nos vemos interrumpidas por algo que por fin nos hace recordar que no vivimos solas en este planeta, aún cuando eso parece mientras nos tocamos: Se mete una llave en la cerradura de la puerta principal, gira, y dicha puerta rechina al abrirse. Y no puede ser nadie más que mis padres. Y eso, a su vez, me trae otra preocupación: Los autobuses siempre regresan a mediodía; si mis padres están aquí, ya debió haber pasado el mediodía. Realmente es muy tarde; ya voy al menos cinco horas tarde a trabajar.

Se escucha un movimiento de trastes a través de las paredes, lo cual me trae una tercera —y espero que última— preocupación: Ya vieron los platos y sartenes sucios, y probablemente ya también unas cuantas cucarachas caminando sobre éstos, o en las paredes, o en el suelo, o sobre las encimeras.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora