Capítulo 66

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Semanas después...

En agosto...

A solo 3 días del segundo muerto...


ELENA

Burgos, 28 de agosto de 2022


Ligeramente apoyada en el mostrador, espero. Mis dedos repiquetean sobre el cristal del mismo, a un irregular ritmo que desafía el tic tac del reloj: son las doce y media del mediodía. La luz atraviesa las cristaleras y se filtra entre las hojas de las muchas plantas expuestas en el comercio. El verano ha quedado en el exterior, aquí predomina la primavera: sus aromas y colores. A cierto chico del palacio le encantaría.

—¡Ya está! —La encargada regresa del almacén con un inmenso ramo—. La joya de la corona.

—Muchas gracias, Marta.

—Gracias a ti. Ojalá te guste.

—Es espectacular —lo examino—. Tienes un don.

Sacude su rizada melena rubia, con presunción.

—Iba a ser humilde pero... Sí, soy buena en lo que hago.

Ambas reímos y ella se interesa:

—Oye, y, ¿qué tal estás?

—Mejor. Aunque no te voy a engañar, me costó mucho asimilar la pérdida de Gabriel.

—Es normal —empatiza—. A mí me llevó meses afrontar la de mi madre. Al principio, estaba segura de que seguía con nosotros. No lo digas por ahí —baja la voz—, pero una vez incluso se me apareció.

No soy quién para juzgarla.

—Me suena... Yo me convencí de que Gabriel había fingido su muerte.

—Pues déjame decirte que con lo peliculero que era tu abuelo no me hubiese extrañado.

—Eso mismo me temía yo.

Marta conoce a Gabriel porque era uno de sus clientes más fieles. Desde que inauguró la floristería, con tan solo veinte años —ahora ronda los cincuenta—, Gabriel la visitaba cada semana. Lo hizo hasta abandonar Burgos. Le gustaba tener flores frescas en la mesa del comedor.

—También sé que este ramo le fascinaría —garantiza ella.

—¿Porque son lirios morados?

Arruga el entrecejo.

—¡No! Le gustaría porque lo he hecho yo.

De nuevo reímos, cargo con las flores y una bolsa de tela marrón que he traído conmigo, y Marta me acompaña a la salida.

—Elena, cuídate mucho, ¿vale?

—Igualmente. —Le sonrío—. Nos veremos pronto.

Afuera, la temperatura sube unos diez grados. En serio, es sofocante. Tanto que corro hacia la sombra de las callejuelas y me pierdo entre ellas. A este pegajoso calor, se le suma el peso de la bolsa. En ella solo llevo el manuscrito de mi libro aunque, a pulso, cualquiera creería que tengo toda una saga.

Afortunadamente, el cementerio no queda muy lejos y el panteón de mi abuelo tampoco. Pese a que Lourdes hizo un velatorio más íntimo en Getxo, lo enterraron aquí, con nosotros. Ella tan solo quería organizarle una despedida en lo que fue su hogar durante los últimos años, pero jamás tuvo intención de separarlo de sus orígenes. Así que su cuerpo yace en Burgos, junto al resto de los familiares.

El rincón destinado a mis antepasados en el camposanto es fácil de encontrar, debido a un pequeño pero llamativo mausoleo que alberga las tumbas. Está repleto de figuras religiosas y toques fúnebres. Es patente que la pasión por lo tétrico va en nuestro ADN.

Los nichos están en un nivel inferior, subterráneos, y para acceder a ellos hace falta una llave. No obstante, yo me quedo en la puerta, adornada con un jarrón de cerámica que resguarda flores ya secas. Las retiro y coloco las nuevas, otorgándole a la entrada un aire renovado, más vivo, con tonos violetas.

Lo que se merece mi abuelo.

Las semanas previas, he estado debatiendo en torno a si debía odiarlo, y aún no he dado con los alegatos definitivos para eximirlo de toda culpa, pero he podido ponerme en su lugar. Mi abuelo quiso vivir libremente y, en las últimas, tomó un rumbo cuestionable. Lo hizo por él mismo y por las personas que en aquella etapa le sostenían de la mano. No adoptó las decisiones más acertadas, ni las más sólidas, sino que se arriesgó. Porque a veces la vida trata de eso: de salir de la zona de confort y atreverse a luchar por una meta. Sea cual sea y pese a lo aterrador que resulte el proceso.

Por ello estoy aquí hoy. No solo para decirle adiós, sino para contarle que al fin he dado el paso. Presenté la novela al agente proporcionado por Mikel, le apasionó, movió sus hilos y me la van a publicar. La ha adquirido una de las mejores editoriales del país. En unos meses, estará en todas las librerías. Y en la primera página de cada una de las copias, aparecerá su nombre.

—Te la he dedicado porque sin ti no la hubiese escrito. —Dejo el manuscrito con el jarrón—. Fuiste tú quien me impulsó. Y lo sigues siendo.

Doblo las rodillas, extiendo mi falda y me siento en el escalón que realza el panteón. Junto a las flores y la novela, puedo recapacitar en paz.

Si bien es cierto lo expresado, sería injusto no reconocer la implicación que también ha tenido Mikel. Este fue el primero en leerse la obra completa, en hacer una crítica, en darme el correo de un agente...

—Mikel también ha sido un pilar fundamental en todo ello.

Siendo sincera conmigo misma, me gustaría celebrar el logro con él. Sin embargo, hace más de un mes que no sabemos nada el uno del otro, porque así lo quise yo, porque aún duele la traición.

Por ende, mi contradictoria mente se limita a soñar: a imaginar cómo le daría la noticia de que me han fichado en un buen sello editorial; cómo lo celebraríamos, brindando con champagne o con cafés, siguiendo la tradición de cada mañana tras los amaneceres.

—Se alegraría.

Lo sé, al igual que sé que retomar el contacto sería complicarlo todo; remover demasiadas emociones y sacudir los hechos del pasado. Seríamos unos inconscientes. Hay mucho en juego. Es preferible que cada uno vaya por su lado, que nuestros caminos no se vuelvan a cruzar para que nadie más se pierda en ellos.

—Es mejor así.

Me pongo en pie, de cara al panteón y, antes de irme, debo resolver:

—Abuelo..., respecto a Lourdes y los Ibarra, estate tranquilo. No sé qué harían los personajes de Agatha Christie, pero yo voy a dejar las piezas en su sitio. Esta pequeña justiciera se traga sus principios por el bien común. Estarías satisfecho.

Sonrío, con la cabeza gacha.

—Ha sido todo una auténtica locura. ¿Y sabes qué? Lo que más me apena a día de hoy es no haberla podido vivir contigo. Juntos. Como en los viejos tiempos, cuando nos enfrentábamos a decenas de historias y a sus misterios. Con estos recuerdos me quedo.

Suspiro y mando un beso al monumento.

—Te quiero mucho, abuelo.

Le doy la espalda y me alejo.

Cada paso que me distancio se me nubla más la vista. Las lápidas de mi alrededor se desdibujan y pronto me brotan las lágrimas.

Estas se deslizan por mis mejillas y me recorren la curvatura de los labios: esa sonrisa con la que, después de todo, voy a despedir a mi abuelo.

Porque ahora sí, finalmente, puedo decirle adiós.


El último amanecer de agosto (en librerías y Wattpad)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora