Capítulo 70

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ELENA


Si los hermanos no han sido testigos de la escena, lo han sido Lourdes y Federico, lo que me lleva a pensar que alguien habrá leído entre líneas. Al pasar por el garaje nos hemos demorado y cualquiera de los presentes —excepto Lourdes—, ha podido correr a ocultarse entre los setos del laberinto; recuerdo que estos cubrían las piernas y la cintura del alto cuerpo de Mikel, más que suficiente para agacharse tras ellos y quedar encubierto.

Si nuestro salvador es Federico, estará armado. Lourdes se habrá encargado de la munición. Si es Andoni o Mikel, espero que hayan dado con el bolso que les he dejado justo en el centro del recibidor, por donde deberían haber salido para llevarnos la delantera.

Otra opción es que mis expectativas hayan sido muy altas y que cuando llegue al destino, no haya nadie para socorrernos. ¿Pero qué más alternativas tenía? Desconozco el plan de Lourdes así que ceñirme a él ya era imposible.

Tras cruzar parte del terreno por las zonas más despejadas del jardín, nos adentramos en el laberinto. Llegamos al banco de piedra resguardado en la mitad del recorrido y pongo el foco en el seto que hay en la parte trasera.

—Ahí es donde debemos cavar.

Alberto deja unos metros entre ellos y nosotras, empuña el arma con mayor vigor y el rostro de Izan empalidece casi tanto como el suyo; de un tono blanquecino que choca con su oscura melena negra, a excepción de los mechones canosos.

—Genial. Quitad el arbusto y desenterrar el cuadro. Vamos.

Rosa y yo avanzamos, clavo la pala y ella tira del seto. Aprovechando que estamos a una distancia considerable y que las ramas no dejan de crujir, me susurra:

—Elena...

Niego disimuladamente. No es buena idea hablar y, menos, si va a pedirme explicaciones acerca de por qué narices estamos removiendo tierra de un sitio en el que sabemos que no hay nada.

—¡Elena...! —masculla de nuevo, cuando corto mediante embestidas las raíces.

—Cállate, Rosa.

No es solo porque nos pueda oír Alberto, también es porque trato de dar con la forma de enfrentarnos a este aprieto y con su cuchicheo no puedo concentrarme.

—¡No! ¡Elena! —insiste con los siguientes palazos—. ¡A las nueve en punto...!

Confundida, sigo con la tarea, pero la busco con la mirada.

Rosa se tensa y, discretamente, hace un gesto hacia mi izquierda, zona que repaso de soslayo y doy con una sombra agazapada. Es él. Es Mikel.

Tengo que enfocarme en el suelo rápidamente o se me notará demasiado la emoción que me causa el hecho de verlo; de que haya entendido el mensaje; y de que esté aquí, para ayudarnos.

¿Pero cómo podría hacerlo?

Aguarda el momento perfecto para asaltar a Alberto, un momento que no llegará mientras Izan tenga el cuchillo tan cerca de su cuello. Debo hacer algo para que lo aleje, porque tampoco sé si Mikel tiene el arma o no.

Entretanto, quitamos el arbusto y tenemos el principio de la excavación. Es entonces, al presenciar el pequeño agujero, cuando comprendo que pese a su escasez en profundidad, puede sernos útil.

—Ahí está —digo—. La caja en la que guardaron la pintura.

Rosa asiente sin demasiado ímpetu y así concluye nuestro primer intento porque se despegue de Izan, al que lo acompaña el primer fracaso.

—Bien. Desenterrarlo.

No hemos conseguido que se aproximara.

Mucho menos, que hiciera amago de liberar a Izan.

—Joder. —Me arrodillo y Rosa también.

—Lo va a matar, Elena.

—No. Confía —le pido.

Entretanto, llevamos a cabo la mayor interpretación que hayamos hecho jamás. Juntas sufrimos la agonía de tener que escarbar fingiendo sacar un inexistente objeto, cuyo valor se equipara con la vida de nuestro mejor amigo.

Es una tortura, pero tiene que haber una manera de salir ilesos. Me evado de todo con el fin de dar con ella, hasta que me percato de que Rosa está temblando. Es mucho más transparente que yo, se está desmoronando, poco a poco, y su cuerpo lo hace evidente.

—Eh, tranquila.

No funciona, sino que le brotan las lágrimas que se acumulaban en sus párpados. La presión la ha superado y ya no puede contenerse.

—Esto es culpa mía, por subir el puto programa...

—No, ¡cálmate!

Tiene que hacerlo. Yo también estoy al límite, solo que siempre he sido mucho más fría en lo que a emociones se refiere. Las tengo, pero me las trago. De hecho, para mí lo difícil es escupirlas. Aunque ahora mismo agradezco poseer esta especie de habilidad porque gracias a ello no me derrumbo. No como ella. A veces, las emociones son nuestras peores enemigas. Pueden hacernos vulnerables. Lourdes lo sabe y por ello las utilizó para manipular a Max. Poco ético, pero efectivo...

Justo lo que necesitamos.

Sí, eso es.

—Eh, Alberto.

Me pongo en pie, erguida.

—Dime. ¿Qué pasa?

Comienza el desafío.



*****

Tenéis un capítulo más...

El último por hoy. Y el más importante.


El último amanecer de agosto (en librerías y Wattpad)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora