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«...La oscuridad es tan densa que casi la puede tocar. Algo revolotea en la insondable negrura, muy cerca de ella, y roza su pelo. La piel se le eriza como si tuviera sarpullido y, temblando de miedo, se clava los dientes en la mano para no gritar. 

Su respiración agitada resuena en el silencio que la rodea como el tañido de una campana que toca a difuntos, así que intenta calmarse, aprieta las piernas contra su pecho y hunde la cabeza entre sus rodillas. 

En esa postura fetal, se pregunta si esa humedad, fría y oscura, es la misma que la rodeó cuando estaba en el útero de su madre; pero la sensación no es cálida y acogedora, y ella dista mucho de sentirse un bebé feliz que da vueltas y vueltas dentro de la placenta materna. No quiere pensar en lo que la acecha en la oscuridad, pero sabe que está ahí, esperando un movimiento que la delate...»

Hinata se despertó, sobresaltada. Sin fuerzas para abrir los ojos, se preguntó si las imágenes que aún poblaban su mente eran fruto de una pesadilla o quizá una nueva visión.

«Pero no», se dijo. «No es Moegi la criatura aterrorizada de mis sueños. Soy yo la que estoy muerta de miedo y trato de escapar de una amenaza desconocida».

El silencio reinante le hizo saber que aún era temprano. Si hubiera sido la hora de levantarse ya estarían Kawaki y Yūkimaru peleando, como de costumbre, y Sumire entonaría a voz en grito una de esas espantosas canciones de rock a las que era tan aficionada. Notaba las sábanas enredadas en torno a su cuerpo como un sudario sofocante y sospechó que debía haberse agitado bastante durante aquel sueño.

De repente, un sonido apenas perceptible hizo que se le secara la boca, mientras el corazón empezaba a latir acelerado en sus oídos. La temperatura de su cuerpo descendió varios grados, pero, sin embargo, empezó a sudar. 

Algo le decía que no estaba sola en la habitación. Hinata permaneció muy quieta y procuró mantener una respiración regular, de forma que quienquiera que estuviese en su dormitorio no se percatara de que ya no dormía. 

Los segundos transcurrieron con aplastante lentitud, mientras ella agudizaba sus sentidos al máximo, en un vano intento de distinguir el menor sonido que pudiera confirmar que, en efecto, había alguien más en su cuarto. Por ello, cuando notó el suave roce de un dedo acariciando sus labios con delicadeza, estuvo a punto de gritar. 

Aterrorizada, empezó a rezar en silencio con toda su alma:—Por favor, por favor, Dios mío —eran las únicas palabras que repetía en su mente una y otra vez.

Estaba tan concentrada en sus oraciones y en no traicionar que estaba despierta, que no supo cuando esa presencia intuida abandonó su dormitorio. Unos minutos después, se dio cuenta de que volvía a estar sola. 

Muerta de miedo, abrió por fin los ojos y miró a su alrededor. A la exigua luz de la lámpara nocturna, que nunca olvidaba encender al irse a acostar, apenas podía distinguir el contorno de los muebles. Así que hizo acopio de todo su valor, alargó una mano y pulsó el interruptor del flexo que estaba sobre la mesilla de noche.

Protege mi OscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora