Capítulo 53: Paz

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Lucero del alba, Danae.

Año 1104 d.c.

Farnese Surem.

Ningún sitio era seguro, a todas horas se sentía observado. Órdenes del rey. Ese hecho lo frustraba en demasía y solo podía recurrir al templo. Allí nadie lo seguía, podía tener un momento de tranquilidad y privacidad para aliviar sus penas y saciar la creciente necesidad de olvidar.

Pidió perdón a los dioses y comenzó a calentar las hierbas en la pipa de madera, valiéndose de una vela blanca y delgada. Estaba ansioso por llenar sus pulmones de ese humo adormecedor, tanto que le temblaban las manos. De repente, la puerta se abrió con un crujido y Farnese se sintió morir por un segundo.

Era ella. La mujer de sus sueños se encontraba frente a él pareciendo impresionada. Se preguntó si era real o estaba alucinando.

—¿Hanissa? —murmuró dubitativo mientras se ponía de pie y ocultaba el objeto bajo sus mangas y dejaba de lado la vela.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella—. ¿Por qué estás aquí con eso?

No supo que decir. Era difícil explicarlo y no quería que tuviera una impresión de él tan patética.

—¿Por qué estás tú aquí? —replicó—. Este lugar está ocupado.

«Dioses, qué respuesta tan torpe».

Ella hizo una mueca.

—No tenía idea de que estabas aquí, de haber sabido no habría entrado. Solo quería estar en paz en un lugar.

—¿Habiendo tantas habitaciones? Parece mucha causalidad.

—¿Entonces yo tengo la culpa? —Su rostro se contrajo por la molestia.

«Mierda, esto no está yendo bien».

—No, no quise decir eso. Dioses, no sé qué me pasa. El único culpable aquí soy yo. No debí venir en primer lugar —Le ardieron las mejillas y los ojos—. Perdóname, te dejaré sola.

Se guardó sus pertenencias en los bolsillos y se dispuso a irse.

—Nos veremos en otra ocasión —dijo, pero no pudo seguir avanzando al verla tan abatida. Sus ojos fieros lucían terriblemente tristes.

—Sí —respondió Hanissa con sequedad—, adiós Farnese.

—No me iré —se acercó a ella y le puso la mano en el hombro—. ¿Estás bien?

—¿Tú lo estás?

—Yo pregunté primero.

—No me importa. Dime, ¿qué hacías con esa cosa? —Señaló su bolsillo.

Farnese sacó la pipa con resignación y se la mostró.

—Creo que puedes deducirlo. Las hierbas aquí dentro son para preparar remedios calmantes muy fuertes.

—Los dioses castigarán ese acto —dijo ella con severidad—. El humo jamás debe penetrar el cuerpo. En el norte esto es considerado una falta muy grave.

—¿Y qué pasa con las piras funerarias?

—Mientras vivamos, no podemos hacerlo —aclaró.

Farnese miró el objeto en sus manos y soltó un largo suspiro.

—A estas alturas, no importa. Creo que mi alma está ya muy lejos de ser digna de ir al reino de las almas.

Hanissa estaba a punto de objetar, pero él se adelantó.

—Respondiendo a tu pregunta —dijo—, no, no estoy bien. ¿Por qué crees que he venido a este lugar?

—Por la misma razón que yo, al parecer.

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