Sin_titulo_2024_05_18.mp3

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“Buenos días querida profesora”, mi voz era la que menos resonaba en este palacio, tantos niños y crayones ruidosos, no aprendí nada bueno de este lugar. Mi infancia fue tan encantadora como el tren que jamás he visto salir de la ciudad, siendo una chica novedosa en un huracán que no podría cuidarme, tenía los mejores trucos bajo las mangas de alguien más, temerosa del tiempo y de la forma en que estoy del lado de los fenómenos en una clase vacía.

El humo de los cigarrillos nunca habitó en el interior de mis pulmones, corría por el suelo que un balón había pisado antes, aquel que jamás lograba golpear, demasiado torpe para el deporte, para ser equipada y motivada, formando parte de los grupos marginados de una institución corrompida. Las niñas han entendido mis problemas, sin saber que realmente no lo eran, guiando mis peores estrategias hacia el sol y dejando mis pasos en manos de la suerte, jamás estuve lista para tomar decisiones, incluso ahora que el reloj me está pidiendo que arregle los errores que subrayé en mi clase número veintisiete de matemáticas.

Admiraba la puesta de sol, los arcoíris y almorzar más de lo normal, estaba viviendo una vida, lamento no haber cumplido mi trato, castigando mis actos de inocencia ahora que entiendo lo que me ha costado mantener la belleza en mis letras mal escritas. Recitando poemas y entonando canciones que ahora no entiendo, en festivales que no recuerdo, porque tal vez los expertos observaban un talento que mis agallas descubrieron, pero sólo era una niña pequeña que tenía miedo de ir a prisión por robar un bocadillo más de los que la directora había reclamado. Escondida detrás de los chicos importantes, pasando desapercibida, era el plan de Dios, aprendí a leer sin hablar, a rayar los cuadernos de mis compañeros que no me comprendían, a decir “adiós” cada vez que alguien moría de fiebre. Y todas las personas creen que la infancia es importante, pero esquivé todos los recuerdos para fingir que tuve el momento de mi vida, porque bajo el techo de mi habitación siempre tuve buenos alientos y besos en la frente, ropa limpia y un platillo que nadie me obligaría a robar, amor desprendido por toda la cocina y en el aroma que el refrigerador congelaba, mi casa era el templo en el que mi infancia fue una estrella fugaz, tan distinta a lo que quería, tan reluciente y poco duradera, tal vez debí pedir un deseo.

Le prometí a uno de los buitres que volvería a tocar la guitarra, pero los acordes dejaron de funcionar para ambos, cantando sola y refugiando mis defectos en prosperidad, solamente era la niña más simple y poco valiente que había cruzado la puerta del museo, del taller, de cualquier maldita puerta por la que mi cabello alguna vez cayó. Los grandes suelen decir estupideces, yo creí cada una de ellas hasta que la anestesia calmó cada mentira, mirando mi esperanza a través de mis ojos estelares, alejada del resto de poetas, jamás pertenecí a este lugar, espíritus y aves, domingo de cuarentena, lunes de sentir como el cielo cae en dieciséis pedazos, sólo porque decidí escribir con la mano equivocada. Lastimada por cada pelota de tenis que nunca golpeé, porque era un blanco fácil para aquellos que querían verme en el suelo, y tal vez todos en este plano tienen el propósito de acabar conmigo, cansada de recibir nada después de ofrecerle una mano a quienes no querían tocarme, extraña entre los cuerdos, incluso siendo una pequeña, sin saber si estaba lista para los tacones o los vestidos improvisados, todos odiaban mi imagen y la manera en que mis mejillas sonrojaban a quienes morían de sed.

Y si tenía la compañía de quienes no eran valorados por una sociedad que estaba por marchitarse, ahora entiendo si ellos tampoco quieren hablar de esto, cuidada por los no cuidados, un grupo de infantes que querían apreciar el cielo una vez la luna se pinta de blanco, todo ha sido así.

Podía culpar a mi débil conciencia por haber sufrido, pero sólo viví esta historia de la única manera en la que una niña habría deseado, escribiendo cartas a individuos que he olvidado mencionar, me perdí entre tantas anécdotas y momentos de gozo en casa que prefiero fingir que mi infancia fue un paseo poco recurrente, viviendo la única vida que esta niña merecía, sólo para poder escribir una historia que algún frágil sujeto se detendrá a leer.

Todo el norte se ha silenciado, “buenos días querida profesora”, mi voz era la que menos resonaba en este palacio clausurado.

ESTO PUDO HABER SIDO UN AUDIOLIBRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora