CAPÍTULO 20: Bajo el sauce

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Erik salió de la clase cuando algunos de sus compañeros ni siquiera habían empezado a recoger. Pero el timbre ya había sonado, y él tenía prisa. Tenía que recoger a su hermana. 

Eva siempre salía última, y Erik contaba con ello, pero no podía evitar salir el primero. No entendía cómo podía ser que su hermana no experimentara aquella euforia indescriptible cuando sonaba el timbre y los alumnos ya eran libres para irse a casa. Pero no, a Eva le gustaba quedarse en la clase hasta que todos se hubieran ido. «Es así de rara», se dijo el chico, apurando el paso hasta llegar a la entrada del edificio.

Erik esperó pacientemente a que su hermana saliera, mientras despedía a sus amigos con la mano. Pronto estuvo completamente solo en la puerta del instituto, y entonces, sólo entonces, apareció su hermana.

- Hola, Erik - saludó Eva, de buen humor -. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

- Hola, Eva. Sí, llevo mucho tiempo aquí. Eres más lenta que una tortuga en muletas - añadió mientras echaba a andar hacia la calle.

Eva lo siguió.

- ¿Y qué quieres que haga? Tú eres más rápido que un guepardo con un subidón de azúcar.

- Déjalo, hermana. Creo que no vamos a llegar a un acuerdo.

Eva le lanzó una media sonrisa, y siguieron caminando. De repente, a Erik se le ocurrió una idea.

- Oye, Eva. Todavía nos queda un poco de tiempo antes de que mamá se enfade. ¿Quieres ir a Limbhad?

A la joven le brillaron los ojos y una gran sonrisa (demasiado grande para ser ella) se dibujó en su rostro.

- Me lo tomaré como un sí.

Ambos caminaron más rápido, hasta pasar frente a un callejón en penumbra.

«Aquí» dijo Eva en la mente de Erik.

Tomó a su hermano de la mano y lo arrastró hacia el callejón. Se tomaron de las dos manos.

«¿Estás listo?»

Erik asintió con la cabeza, y Eva llamó al Alma de Limbhad. Cerraron los ojos, y cuando los abrieron de nuevo, la Casa en la Frontera apareció ante ellos.

No perdieron el tiempo. Aún tomados de la mano, corrieron hasta llegar al sauce que tanto había frecuentado su madre cuando era una niña. Ellos sí que eran conscientes de que les gustaba aquel lugar porque eran en parte unicornios. Y además les gustaba porque les recordaba a su madre.

Se sentaron en la hierba, uno junto al otro, y charlaron de cosas banales durante unos dos minutos. Después Erik sacó una guitarra y Eva sonrió.

La idea había sido de Jack. Cuando les había contado a sus hijos que de pequeño tocaba la guitarra, Erik se había quedado alucinado, y había decidido que de mayor aprendería. De aquello hacía ya varios años, y cuando la familia empezó a ir a Limbhad y Jack encontró su antigua guitarra, decidió que enseñaría a su hijo a tocarla.

Erik no usaba la guitarra de su padre, sino una nueva que éste le había regalado. Era un instrumento precioso, una guitarra clásica de color marrón claro y del tamaño perfecto. Al chico le encantaba, y había aprendido a tocarla rápidamente.

Eva, por su parte, no tocaba ningún instrumento, pero le encantaba cantar. Nunca lo había hecho delante de su padre: le daba demasiada vergüenza, y la ponía de los nervios el hecho de que él fuera cantante profesional. El único que la había oído cantar alguna vez era su hermano. Él no solía hacerlo, porque también era tímido y, aunque le encantaba, no lo hacía tan bien como su hermana. Pero eso era normal, porque Eva cantaba como los ángeles. Su voz, suave y potente a la vez, era preciosa, y ella misma había aprendido a usarla. Nadie le había enseñado nunca a cantar, pero a Eva siempre le había gustado la música, así que había acabado aprendiendo por sí sola.

Los dos hermanos formaban el dúo perfecto: Erik tocaba y Eva cantaba. A veces cantaban los dos, pero eso ya era más raro.

Aquella afición compartida había empezado cuando Erik había sorprendido a su hermana cantando a capella bajo el sauce. Ella había tardado bastante en darse cuenta de que él estaba allí, porque tenía los ojos cerrados, pero cuando lo había visto se había ruborizado como nunca lo había hecho. Entonces Erik había estallado en carcajadas, y luego se había sentado junto a ella. 

- Cantas muy bien - le había dicho aquel día -. Ha sido un placer escucharte.

- ¿Y tú qué hacías aquí? - había preguntado Eva tratando de cambiar de tema.

- ¿Yooo? Yo venía a practicar.

Entonces Eva había reparado en la guitarra que Erik tenía entre los brazos.

- Pues venga - lo había retado -. A practicar.

Aquel día habían descubierto algo que tenían en común: el amor por la música. Desde entonces, iban a Limbhad a cantar bajo el sauce muy a menudo, aquello les ayudaba contarse cosas que los preocupaban. Aquella confianza entre una shek y un dragón parecía nada menos que un milagro, y por eso (y también por miedo a que Erik se enfadara) sus padres jamás los habían interrumpido cuando estaban allí.

Aquel día se quedaron bajo el sauce durante más tiempo de lo habitual. Eva cantaba una hermosa canción en inglés, y Erik la acompañaba con su guitarra. Todo parecía brillar más cuando los hermanos cantaban: las flores se abrían, las ramas de los árboles les hacían cosquillas y las briznas de hierba se agitaban al compás de la suave melodía. Y en medio de todo aquello estaban ellos dos. Era una escena mágica.

Cuando las últimas notas de la guitarra se extinguieron en el aire y Erik y Eva se tomaron un respiro, ya iban con retraso. Pero los hermanos no parecían darse cuenta, porque estaban inmersos en una animada conversación. Siempre era más fácil hablar sintiendo aquella enorme cantidad de magia vibrando en el aire. Si así era el ambiente en Limbhad, se decían ambos a veces, ¿cómo sería respirar en un bosque idhunita?

- ¿Tú crees que nuestros padres nos llevarán a Idhún alguna vez? - preguntó Eva a Erik.

- Supongo que tarde o temprano tendremos que volver - repuso él -. Yo sé que mamá lo echa de menos, y apuesto a que mi padre y Christian también lo hacen. No aguantarán mucho tiempo...

- Ahora que lo sabemos todo, les costará más reprimir sus ganas de que nos mudemos todos a Idhún...

- ¿A ti te gustaría?

- ¿El qué?

- Que nos mudáramos a Idhún.

Eva se quedó pensativa.

- No lo sé. Tengo curiosidad, y tal vez iría de visita, pero... no me parece un buen lugar para vivir.

- ¿Y eso? - Erik encontró muy gracioso el comentario de su hermana.

- Bueno, ya sabes... insufribles dragones voladores que patrullan los cielos y todo eso - sonrió la joven.

- ¡Oye! ¿Yo entro en esa categoría?

- No, tú entras en la de insufribles dragones NO voladores porque aún no han aprendido...

Ante este comentario, Erik se puso serio. Había pensado mucho en aquello. Sin saberlo, le pasaba exactamente lo mismo que a su padre cuando era joven... lo frustraba no poder transformarse aún en dragón, y temía no poder hacerlo nunca por ser casi del todo humano.

- ¿Crees que aprenderemos a transformarnos algún día? - se le humedecieron los ojos - ¿Crees que mi padre podrá verme volar alguna vez en su vida?

- Claro que sí, estúpido. ¿Cómo puedes dudarlo?

- Bueno, es bastante obvio que yo no soy como tú. No controlo mis poderes, y ni siquiera he visto nunca a un verdadero dragón... - Erik estaba celoso: su hermana había ido a Hokkaido con su padre, mientras que él se había quedado en Limbhad.

- Cuando te dije que te enseñaría a usar tus poderes, iba en serio. Tienes mucho tiempo, ¿por qué te apuras?

Al ver que su hermano no iba a ser capaz de contestar, Eva lo envolvió en un abrazo que él correspondió de buena gana. 

- No te preocupes - le dijo ella al oído -. Hablaremos con tu padre y aprenderás. No hay ninguna prisa, hermanito - y añadió: -. Además... creo que podría enseñarte algo yo también.

Erik la miró y sonrió. Los planes de su hermana no solían acabar bien.

Memorias de Idhún: Erik y EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora