Prólogo

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Es de menester recordar que esta historia se lleva escribiendo desde el día en que sus integrantes decidieron darle vida y no es motivo de sorpresa para nadie que haya durado hasta hoy. Una riada de catástrofes nos dan como producto este cuento de cuna tan soporífero como causante de desvelos ya que sus protagonistas, recelosos del contenido, prefieren dejarla morir en el olvido.

Todo comienza seis años atrás , cuando cierta familia de 7 trataba de salvar el mundo de lo que parecía un apocalipsis inminente. Por peculiar que parezca el siguiente detalle que he de comentar, no resta la veracidad de este relato, pues la familia de 7 era algo insólita en sí misma. Los hermanos se distribuían en la siguiente jerarquía:

Un hombre que rozaba los dos metros de alto cuya piel estaba cubierta de vello espeso y negro. La gente que pasaba a su lado debía parpadear varias veces para cerciorarse de que su vista no les engañaba. El hombre era similar a una especie de primate moderno.

Otro hombre de tez morena se hallaba a su lado, jugando con un par de cuchillos. Mantenía el ceño fruncido mientras soltaba las armas en el aire y volvían en espiral a su mano. Una imagen tan hipnótica como perturbadora, he de decir.

Por fin tengo el placer de nombrar a una mujer. Tan alta como sus predecesores pero un abismo más elegante. Una mata de rizos espesos caían por sus hombros despreocupadamente. Tan bella como letal cuando se le antoja.

Sentado en el suelo con los pies cruzados como un monaguillo se encontraba el cuarto. Con una apabullada calma esbozaba una sonrisa en su rostro, ido, distraído.

El quinto también era un hombre, aunque de hombre tenía poco. Por fuera lucía gozando la flor de la juventud, por dentro sin embargo...

Su hermano le dedicaba una mirada hastiada, de brazos cruzados y resoplando, como si lo último que quisiera fuera estar allí. De ojos rasgados y penetrantes, parece que va abrir la boca para intervenir en la conversación pero alguien le interrumpe.

El último de todos. Pálido como un copo de nieve que cae danzando hasta el suelo. Parecía crispado por la situación, pero mantenía el semblante serio y casi impávido.

Todos ellos perturban la calma con una acalorada discusión, ignorando turnos de palabras y pisando con sus voces las de otros. Yo, sin embargo, me hallo en una esquina escondida de su vista, haciendo lo que ellos no: escuchando atentamente.

He de disculparme de antemano, no quería mostrarme como una cotilla, pero necesito oír lo que esa panda de simios están compartiendo entre alaridos y reproches, porque si mis investigaciones no han fallado (Y no lo han hecho hasta ahora) depende de ellos que el mundo tal y como lo conocemos no quede reducido a cenizas. Y por lo que estoy observando, no estamos en muy buenas manos.

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