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Maratón 2/2

Salma Martínez, 22:57 p.m.

Y aquella misma noche, corrí a mi habitación y me encerré, bajo las sábanas.

Aquella noche no cene. 

Aquella noche solo lloré.

Lloré por lo que era, por lo que soy y por lo que me estaba convirtiendo. Lloré porque nada me estaba saliendo como quería, porque no sé que venia en el que me hacia cruzar líneas que no quería.

Lloré porque me estaba enamorando de alguien que no debía.

Y esa noche, Maya tampoco cenó. 

Maya durmió conmigo. Abrazándome, tranquilizándome, porque ella era mayor apoyo que mi propia familia.

☆☆☆

Un rato antes.

Cuando me di la vuelta, mi corazón latía tan fuerte que pensé que Lamine podría escucharlo, aunque estuviera a varios metros de distancia. 

Sentía las lágrimas queriendo salir, pero las reprimí. 

No podía dejar que me viera así, no otra vez. 

Caminé rápido, casi corriendo, pero sin parecer que estaba huyendo. Aunque, en el fondo, eso era lo que estaba haciendo.

 Huyendo de él, de todo lo que sentía, de lo que sabía que no podía controlar.

Me dolía el tobillo, pero el dolor era lo de menos. Lo peor era la presión en el pecho. 

¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué tenía que ser él? La manera en que me miraba, como si fuera su mundo entero, me hacía temblar. 

No merecía eso. 

Sabía que estaba enamorándome, y eso era lo que más me asustaba. 

No porque él no valiera la pena, sino porque no estaba lista para sentir de esa forma. Él valía billones y más de lo que cualquiera te pudiera ofrecer.

Entré en el edificio a toda prisa, subí las escaleras corriendo y cuando llegué a mi habitación, cerré la puerta con un golpe seco. 

Me apoyé en ella, deslizándome hacia el suelo. 

No me molesté en encender las luces, el silencio y la oscuridad eran más fáciles de manejar que los gritos en mi cabeza.

 ¿Qué había hecho? No fui a cenar. ¿Cómo podría, si sentía el nudo en la garganta?

Entonces, las lágrimas que había estado conteniendo cayeron.

 No quería llorar, pero no pude evitarlo. 

Era como si toda la frustración, el miedo y la confusión explotaran de golpe.

 Me abracé a mí misma, con la espalda pegada a la puerta, y lloré. No sabía por cuánto tiempo. 

Lloré porque no podía aceptar que me estaba enamorando de alguien como él, alguien que podría hacerme daño sin siquiera intentarlo.

Me sentía como si no avanzara en mi vida, como si estuviera atrapada en el mismo ciclo de miedo y evasión. 

Porque no era él el problema. Lo sabía. El problema era yo, mi incapacidad para dejar que alguien entrara del todo. Para confiar. Para no pensar que todo iba a salir mal.

Y lo peor es que sabía que lo estaba lastimando. Y eso me hacía sentir peor.

Esa noche, cuando ya no quedaban lágrimas por llorar, escuché un golpecito suave en la puerta. 

Sabía que era ella. 

¿Quién si no? Compartíamos habitación.

Maya siempre aparecía en el momento justo, sin necesidad de que la llamara. 

No había necesidad de palabras entre nosotras. 

Era como si sintiera lo que me pasaba desde kilómetros de distancia.

 Con la cara hinchada y los ojos rojos, abrí la puerta, y ahí estaba, con su mirada preocupada, pero llena de esa ternura que siempre me hacía sentir segura.

—No has cenado, ¿verdad? —me preguntó en voz baja, aunque no necesitaba respuesta. Lo sabía.

Negué con la cabeza. 

Maya suspiró, entró y cerró la puerta tras de sí. No dijo nada más, simplemente me abrazó. 

Y, en ese instante, sentí que todo lo que necesitaba era estar ahí, en sus brazos. No hacía falta que me dijera que todo iba a estar bien, porque, sinceramente, en ese momento no creía que lo estuviera.

 Pero ella me hacía sentir que no tenía que cargar con todo yo sola. Como si con solo estar ahí, pudiera soportar un poco de ese peso.

Nos metimos en la cama, y Maya, sin decir una palabra, me abrazó, como siempre hacía cuando sabía que no podía más.

 No me soltó ni un segundo, como si fuera mi ancla, la única cosa que me mantenía en tierra firme mientras mi cabeza intentaba alejarse.

 Su presencia era tan calmante, tan natural, que por un momento me olvidé de todo. 

El dolor en el pecho no desapareció, pero fue más llevadero.

Maya no cenó tampoco. 

Ella era mi ángel de la guarda.

Se quedó conmigo, renunciando a cualquier cosa por estar a mi lado, y ese simple gesto lo decía todo. 

No necesitaba decirme lo importante que era para ella, porque me lo demostraba con su compañía, con su silencio, con su apoyo incondicional. 

Ella siempre había sido más que una mejor amiga. 

Era mi hermana de alma, mi mayor apoyo, mucho más que lo que había recibido de mi propia familia. 

Había estado en los momentos más oscuros, los que ni siquiera yo quería recordar, y siempre había sido la primera en tenderme la mano. Y sobre todo también en los momentos más felices.

—Estoy aquí, Salma, siempre —susurró finalmente, y su voz fue lo único que me hizo cerrar los ojos y sentir, aunque fuera por un segundo, que no estaba completamente rota.

Maya entendía mejor que nadie lo que estaba pasando por mi cabeza, incluso sin necesidad de explicárselo. 

Sabía que lo de Lamine me tenía trastocada, que me daba miedo avanzar, y que a veces me sentía como si estuviera perdiendo el control de mi vida. 

Sabía que no era capaz de enfrentarme a mis sentimientos y que, aunque intentaba disimularlo, por dentro me consumía el pánico.

Y, aun así, ella no me juzgaba. 

No me pedía que fuera fuerte, ni que me enfrentara a lo que sentía. 

Simplemente me abrazaba, y eso era más que suficiente para mí.

La sensación de su abrazo era lo único que me mantenía en pie cuando sentía que todo lo demás se derrumbaba.




¡No olvides dejar tu estrellita!
☆☆☆

ojalá tener alguien así

no me discriminen, pero he llorado haciendo este pequeño maratón 

𝟑𝟎𝟒 • 𝕷𝖆𝖒𝖎𝖓𝖊 𝖄𝖆𝖒𝖆𝖑Donde viven las historias. Descúbrelo ahora