No soporto a las ratas corporativas, corriendo tras el queso podrido del mundo, tropezando en sus zapatos de cuero brillante, mostrando videos motivacionales como si fueran profetas de un dios muerto, creyendo ciegamente en la sagrada escritura de la empresa, en los mandamientos del jefe, del lucro, del progreso vacío. ¡No hay nada más nefasto, más lamentable, que un subordinado entregando su alma al altar del capital, defendiendo a la empresa sobre su propio ser, sobre su propia carne, sobre su propia dignidad!
Recuerdo las cadenas invisibles que cargué durante años, trabajando sin descanso, quebrándome, rompiendo mis huesos metafísicos al entregar mi espíritu y mi energía a esos buitres en corbata. Pero no me doblegué, no caí de rodillas; mantuve mi mirada firme en los ojos de los esclavos modernos. Creí en la humanidad que aún respiraba bajo las máquinas, compartí mi saber, mi esencia, sin miedo, sin vacilar. Pero, ¿qué recibí a cambio?
Allí, en las entrañas del monstruo, descubrí la traición, la lealtad quebradiza de los hambrientos de poder. Los vi vender sus almas como mercaderes en el templo, delirando en sus oficinas frías, traicionando al que los defendió, todo por una migaja de "superación personal", ese espejismo absurdo, ese mito de la escalera que nunca llega al cielo.
Recuerdo a un compañero, Carlos, que solía soñar con el ascenso. Trabajaba horas extras, sacrificaba su tiempo libre, todo por la promesa de un futuro mejor. Pero cuando llegó el momento, fue pasado por alto, traicionado por aquellos a quienes había llamado amigos. Sus sueños se hicieron añicos, y en su lugar quedó solo un vacío amargo.
No dudes, hermano, esta experiencia purgó mi espíritu, me arrancó la venda, me enseñó que la visión infantil de la bondad humana es una ilusión que arde y se consume en las llamas del mercado. Y allí, entre el humo y el ruido de las impresoras, vi claramente el río de intereses que arrastra sus cuerpos, las sonrisas huecas, los ojos vacíos de luz, y cómo sus lenguas afiladas susurraban detrás de mi espalda.
María, una joven y brillante analista, llegó a la empresa llena de esperanza y entusiasmo. Creía en la meritocracia, en que su esfuerzo y talento serían recompensados. Pero pronto descubrió la verdad: el mérito no importa en un sistema donde las conexiones y el favoritismo son la moneda corriente. La vi perder su brillo, desmoronarse bajo el peso de la realidad corporativa.
Pero no necesito expulsar a los impíos de mi reino; no, ellos mismos se quemarán en su propio fuego, ellos ya saben lo que son. En cada reunión, en cada correo electrónico lleno de promesas vacías, se exponen a la luz de su propia miseria. Los observé, uno por uno, caer en la trampa de sus propias ambiciones, devorados por el monstruo que ellos mismos alimentaron.
La experiencia me enseñó a valorar la autenticidad, a encontrar fuerza en la resistencia contra el sistema. En lugar de caer en el cinismo, elegí luchar, a mi manera, compartiendo la verdad con aquellos dispuestos a escuchar. Encontré aliados entre los desilusionados, aquellos que, como yo, habían visto más allá de las falsas promesas y las mentiras doradas.
Y así, seguimos adelante, resistiendo, luchando, manteniendo viva la chispa de la humanidad en medio del frío engranaje de la máquina corporativa. No somos muchos, pero somos suficientes. Nuestra voz, aunque pequeña, resuena en el silencio de las oficinas, un eco de resistencia y esperanza en un mundo que parece haber olvidado su alma.
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El Espíritu de la Modernidad
RandomEn un mundo donde la tecnología y la monotonía gobiernan nuestras vidas, El Espíritu de la Modernidad se adentra en las sombras de la existencia contemporánea, iluminando las grietas por las que se filtra la alienación y la deshumanización. A través...