XVII

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Las brujas Géminis eran un linaje antiguo y poderoso. Aunque principalmente las habilidades mágicas recaían en mujeres, en raras ocasiones nacían hombres con estos dones. Estos magos, al igual que sus contrapartes femeninas, veían cómo sus habilidades comenzaban a manifestarse al cumplir 17 años. Pero el despertar de estos poderes traía consigo síntomas perturbadores: cambios radicales en la personalidad, irritabilidad, insomnio, pérdida de apetito, y sueños proféticos, aunque no siempre precisos. 

El poder de los Géminis era tanto una bendición como una maldición. Al estar dividido entre dos personas, su fuerza era limitada, y si ambos lo utilizaban en exceso, podría llevar a la muerte de ambos. Por eso, cada generación enfrentaba una elección desgarradora: permitir que uno absorbiera el poder del otro, perderlo completamente o dejar que ambos murieran lentamente al agotar sus fuerzas.

Roberto y Susana, gemelos fraternos, habían llegado a ese punto crucial. Desde pequeños habían crecido juntos en una relación de constante competencia y rivalidad, típica de los hermanos, pero en su caso amplificada por la conexión mágica que compartían.

¡Papá! ¡Susana me quemó la tarea otra vez! —gritó Roberto desde el pasillo, con el papel medio chamuscado en la mano.

Desde la sala, Joe, su padre, suspiró mientras pasaba la página del periódico. Mabel, su madre, estaba de pie junto a la ventana, observando cómo el viento comenzaba a levantar las hojas secas del jardín.

Eres tan niño de papi, Robbie —respondió Susana, rodando los ojos y lanzándole una carpeta—. Aquí está tu tonta tarea. Y, por cierto —añadió con una sonrisa maliciosa mientras colgaba su mochila en el hombro—, quemé el póster de esa jeep que tanto te gusta.

¡No!

Te lo merecías por hacerme tropezar y caer en el lodo justo el día que tenía una cita con mi crush, estúpido. —Susana salió corriendo por la puerta, justo cuando el autobús escolar llegaba.

¡Vuelve aquí, Susana! ¡Me las vas a pagar! —Roberto salió disparado tras su hermana, pero el autobús ya estaba esperando con las puertas abiertas. Joe y Mabel intercambiaron miradas.

Por fin, un poco de paz y silencio en esta casa —dijo Mabel con una sonrisa de alivio, mientras veía a sus hijos subirse al autobús.

Ya pronto termina esta tortura, amor —comentó Joe, abrazándola por detrás—. En unas semanas tendrán que hacer el ritual.

Mabel asintió, aunque una sombra de preocupación oscureció su expresión. No podía evitar temer lo que sucedería en el ritual.


Roberto tenía prácticas de baloncesto después de la escuela, lo que significaba que no habría autobús para llevarlo a casa. Se preparaba para caminar hasta la casa cuando un grito agudo captó su atención. Giró la cabeza y corrió hacia el origen del sonido. Allí, en una esquina poco iluminada, vio a una chica forcejeando con un chico que parecía acosarla. Roberto se apresuró a ponerse la capucha de su sudadera para no ser reconocido.

¡Aléjate de mí! —gritaba la chica, dándole un rodillazo al chico, pero este apenas se inmutó.

¿Por qué te rehúsas a aceptar mi amor, Patty? —dijo el acosador, arrinconándola contra un árbol.

Roberto se acercó sigilosamente y, con un leve gesto de su mano, hizo que una de las ramas del árbol cercano se enredara en la pierna del chico, levantándolo en el aire. Con otro movimiento, formó un pequeño tornado que lo lanzó varios metros lejos de la escena. Patricia, aturdida, observaba desde el suelo. A lo lejos, vio la silueta de Roberto que se alejaba rápidamente. Se levantó y corrió tras él, alcanzándolo antes de que desapareciera por completo.

¡Oye! ¿Cómo hiciste eso? —preguntó, colocando su mano en su hombro.

Roberto se tensó, pero se dio la vuelta lentamente. Patricia lo miraba con admiración, no con miedo.

Si no quieres contármelo, está bien, pero al menos déjame darte las gracias. Lo que hiciste fue increíble.

Roberto dudó antes de responder.

¿Tú eres Robbie, no? El jugador número 3 del equipo de baloncesto.

S-Sí —respondió, aclarando su garganta—. Y te agradecería que no le dijeras a nadie lo que acabas de ver. No debí hacerlo, y se supone que nadie debe saber.

Patricia sonrió.

No te preocupes, no diré nada. Pero, al menos, déjame compensarte. ¿Qué te parece si vamos al diner este viernes y te invito una hamburguesa? ¿Y una malteada de vainilla?

¿Puede ser de chocolate? —preguntó Roberto, medio sonriendo.

Patricia rio suavemente.

Lo que tú quieras. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Nos vemos el viernes a las 6, ¿vale?

Roberto asintió, sin poder articular palabra mientras Patricia se alejaba corriendo hacia su casa.


Esa noche, Roberto llegó a su casa con una sonrisa de satisfacción. Subió rápidamente a su cuarto, se dio una ducha y se acostó en la cama, escuchando música con los auriculares puestos. Estaba en su propio mundo cuando Susana irrumpió en su habitación, tirándose en la cama junto a él.

Oye, idiota, ¿piensas cenar o qué? —dijo, empujándolo levemente.

Ya voy, Su —respondió él, aún en trance.

Susana lo miró extrañada.

Mamá, Roberto está usando drogas —gritó, haciendo que Roberto se quitara los auriculares de un tirón.

¡Eso no es cierto! —le replicó, lanzándose sobre ella—. ¿Por qué dirías eso?

Es que me hablaste bonito. Ya me estaba preguntando qué le hicieron al idiota de mi hermano —dijo, riendo mientras le revolvía el cabello. Luego se levantó de la cama y se dirigió a la puerta—. Baja ya, sabes que a papá le gusta que comamos todos juntos.

Ugh, ya voy.

Antes de que pudiera detenerla, Susana extendió una mano hacia la ventana abierta. Con una sonrisa traviesa, atrajo el viento, haciendo que todos los papeles y objetos de la habitación de Roberto volaran por los aires. Los libros cayeron de las estanterías, y el póster que había pegado en la pared se despegó, revoloteando en el torbellino.

¡Susana Armstrong! —se escuchó la voz autoritaria de su padre desde el piso inferior.

Susana soltó el viento inmediatamente, sonriendo de oreja a oreja.

Voy, papi —respondió, mientras bajaba las escaleras.

Mabel subió poco después, observando el desastre en la habitación de su hijo.

Mijo, ven a comer. Luego limpias todo esto —dijo, cruzándose de brazos.

Roberto protestó.

¡Pero fue Susana quien lo hizo!

Te recuerdo que la semana pasada casi inundas el sótano por hacerle una broma a tu hermana —respondió Mabel, levantando una ceja.

Ugh... Está bien, lo limpiaré después —murmuró, abrazando a su madre mientras salían juntos del cuarto—. Te he dicho lo hermosa que te ves hoy, mamá.

Mabel sonrió, aunque sabía que detrás de ese cumplido había una petición.

No hay dinero para reemplazar tu póster —dijo, sonriendo mientras Roberto soltaba un largo suspiro.

¡Te odio, Susana! —le gritó desde el comedor, aunque su tono era más juguetón que serio.

¡Yo también te quiero, idiota! —respondió ella, sacándole la lengua antes de que todos se sentaran a cenar.

Las GemelasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora