VI

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Sarocha caminaba de lado a lado en la pequeña habitación iluminada por una sola lámpara en el rincón. Sus pasos resonaban en el suelo de madera vieja, marcando el ritmo de su frustración contenida. Su mandíbula estaba tensa, sus manos apretadas en puños.

¿Te lo dije o no te lo dije, Sarocha? —La voz de Culebrita cortó el silencio, cargada de una mezcla de decepción y rabia. —Te dije que te alejes de la niñita esa, pero no. Tú te encaprichaste por la Armstrong sabiendo que son nuestros enemigos —continuó Culebrita.

Sarocha alzó la vista, su mirada firme a pesar del torbellino de emociones que sentía.

Namo no tiene nada que ver con lo que ha hecho el cabrón de Armstrong. Ni Rebecca tampoco, Culebrita.

Culebrita se detuvo en seco, girándose bruscamente para enfrentar a Sarocha. La incredulidad se reflejaba en sus ojos.

¿No me digas que te gustan las dos? —Sarocha lo miró con los ojos entrecerrados, la furia burbujeando bajo la superficie—. Tantas mujeres que babean por ti y tú te tenías que fijar en las hijas de ese...

El silencio se hizo pesado, como si el aire en la habitación se volviera denso y difícil de respirar. Culebrita apretó los dientes, esforzándose por mantener el control.

No pienso dejar que dañes todo lo que hemos construido por un lío de faldas, Sarocha. Tu padre...

El sonido de un golpe resonó como un trueno en la habitación, seguido por el ruido sordo de Culebrita cayendo al suelo.

Mi padre no está aquí, Culebrita —dijo Sarocha, su voz baja y peligrosa, mientras se inclinaba sobre él—. Que no se te olvide cuál es tu lugar solo porque eres un amigo de la familia. A mí me respetas, que yo no soy como él.

Culebrita, el hombre al que todos temían por su lealtad inquebrantable al difunto padre de Sarocha, se llevó la mano al rostro, sintiendo el calor del golpe que aún palpitaba en su piel. A pesar del dolor, no se atrevió a replicar. Sabía que había cruzado un límite, uno que nunca debió haber tocado.

Discúlpame —murmuró, bajando la cabeza en señal de sumisión—. Las cosas no andan bien desde que Armstrong reclutó a Heng y a algunos de los nuestros. La gente está diciendo que ya no eres tan ruda como antes y están dudando de nuestro clan.

El pecho de Sarocha se apretó al escuchar el nombre de Heng, un hombre al que una vez había considerado como un hermano. La traición aún ardía en su interior.

Habrá que recordarles quién manda —dijo Sarocha.

Culebrita se levantó del suelo, su rostro aún marcado por el golpe.

Reúne a todos en el vertedero —ordenó Sarocha, su voz cortante—. Llevo mucho tiempo intentando no forzar la situación, pero si no los arreglo ahora, esto se complicará mucho más. Los quiero a todos a la medianoche allí sin falta.

Culebrita asintió, con los ojos fijos en los de Sarocha, comprendiendo la gravedad de sus palabras. Sabía que esta noche no habría espacio para errores.


El bullicio en el vertedero era casi ensordecedor, un rugido constante de voces que resonaba en el aire cargado de adrenalina y expectación. La tenue luz de las antorchas apenas iluminaba el espacio, proyectando sombras danzantes sobre los rostros de los presentes. Varias personas se movían entre la multitud, recolectando dinero para las apuestas, mientras los murmullos excitados se mezclaban con risas nerviosas.

Damas y caballeros, niños y niñas. Esta noche tenemos a nuestra campeona de vuelta para aquellos que dudaban de su fortaleza. Viene a defender su título y a recordarles a cada uno de ustedes por qué es la líder de este clan.

Las GemelasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora