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𝟏𝟐𝟔 𝐝. 𝐂

Naerys había logrado, con paciencia, dormir a sus mellizos, Rhaegar y Daenys, quienes con apenas siete meses de vida ya mostraban la mezcla perfecta de sus padres. Rhaegar, el varón, mostraba un parecido innegable con su madre cuando ella era pequeña. Tenía esa misma serenidad en sus ojos violetas, la calma que lo envolvía al despertar y ver a Naerys junto a él, como si el mundo entero estuviera en orden solo con su presencia. Aunque tanto él como su hermana habían nacido con los rasgos característicos de los Targaryen —el cabello plateado y sedoso, y los ojos morados que parecían albergar tormentas—, en su interior se vislumbraban ya personalidades marcadamente diferentes.

Daenys, por otro lado, era una criatura de pasión desde el primer día. A menudo lloraba y parecía llenarse de una pequeña furia cuando no podía ver a su padre cerca. Aemond tenía un efecto apaciguador sobre ella, aunque solo Naerys lograba calmarla por completo. Sin embargo, se podía notar que, con el tiempo, la pequeña sería un desafío, no solo para sus padres, sino también para la paz de Alicent, quien sin duda vería en esa intensidad una amenaza velada. La delicadeza y el poder de esa sangre tan pura ya daban señales de ser explosivos en la niña.

Ambos niños dormían en la misma habitación que sus padres, bajo la vigilancia constante de Naerys, quien se aseguraba de que nada perturbara sus sueños. La luz tenue de las velas apenas iluminaba la estancia, proyectando sombras suaves sobre los rasgos angelicales de los mellizos que descansaban en una cuna de madera negra, tallada con dragones.

"Solo estoy diciendo que estoy en desacuerdo. Lucerys no merece pasar por esto", admitió Naerys, con un tono bajo pero firme, mientras sus ojos, que antes habían estado fijos en la cuna, permanecían ahora enfocados en la distancia, rehusando encontrar la mirada de su esposo.

Aemond, que estaba de pie junto a la ventana, observando el cielo nocturno con los brazos cruzados sobre el pecho, respondió sin inmutarse: "A mí me da igual lo que pase con tus hermanos".

Sus palabras provocaron una oleada de enojo en Naerys, quien finalmente giró la cabeza para fulminarlo con la mirada. Aemond, consciente de su enojo, agregó con frialdad: "Mi deber es cuidar de ti y de nuestros hijos. Además, esas no son palabras mías, son de Vaemond Velaryon. No puedo hacer nada al respecto".

La distancia emocional entre ambos parecía haberse expandido por un momento, y Naerys, sin levantar la voz, se acercó a él con pasos cuidadosos, evitando cualquier ruido que pudiera despertar a los mellizos. Se detuvo frente a Aemond, tan cerca que apenas un susurro podía cruzar entre ambos.

"¿En serio solo te preocupas por tu deber o sigues aferrado a tu rencor hacia mi familia?", preguntó Naerys, sus ojos buscando algo más allá de la frialdad que mostraba su esposo, intentando comprender si aún quedaba algo más que simple deber en sus decisiones.

Aemond, cuya mirada había permanecido clavada en el exterior, finalmente giró para mirarla directamente. Su rostro, aunque marcado por una mezcla de cansancio y orgullo, revelaba algo más profundo. "Olvidas rápido lo que tu hermano me hizo", respondió, su tono impregnado de la rabia latente que nunca lo había abandonado desde aquel fatídico día en que había perdido el ojo.

Antes de que Naerys pudiera replicar, Aemond extendió la mano y la tomó con firmeza pero con suavidad, impidiendo que se alejara de su lado. "Siempre te seré leal a ti", dijo, su voz más baja, más íntima. "Eres a quien amo. Mis hijos ahora son mi mayor tesoro junto contigo, pero no tu familia".

Sus palabras finales fueron pronunciadas con una dureza que Naerys conocía bien, una barrera impenetrable que él había levantado hacía tiempo contra todo lo que no fuera ella y sus hijos.

𝐍𝐚𝐞𝐫𝐲𝐬 𝐓𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧  | 𝐀𝐓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora