𝟏𝟔

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La habitación estaba envuelta en un silencio sepulcral, interrumpido solo por la débil respiración de Naerys, que apenas se escuchaba en la penumbra. La joven princesa, tumbada en el lecho, miraba a su alrededor con ojos vidriosos y desorientados. Estaba sola, sin la presencia reconfortante de ninguna de sus sirvientas, sin su esposo a su lado, sin el calor familiar que tanto anhelaba. Solo estaba el maestre, quien la atendía con la expresión grave que tanto temía.

"¿Qué pasó con eso?" susurró Naerys, su voz apenas audible, sus palabras teñidas de confusión.

El maestre la miró con una lástima que ella detestaba, esa compasión disfrazada que solo servía para recordarle lo frágil que se había vuelto. "Princesa, le advertí que debía cuidarse. ¿Por qué dejó de asistir a sus revisiones?" preguntó, como si intentara comprender por qué ella había decidido ignorar sus advertencias.

Naerys desvió la mirada hacia el techo, evitando sus ojos. "El príncipe no quería hijos," respondió, su voz quebrándose con cada palabra. "No tenía sentido seguir cuidándome... solo quería deshacerme del problema. ¿Resulto?"

El maestre asintió, su semblante sombrío. "Sí," dijo finalmente, su tono resignado. "Voy a dejarla un momento. Iré por su medicina. Su fiebre ha disminuido, pero su cuerpo sigue temblando." Con esas palabras, se dio la vuelta y salió de la habitación, dejando a Naerys.

Tan pronto como la puerta se cerró tras él, Naerys sintió cómo las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos, desbordándose finalmente por sus mejillas en un torrente silencioso. Su mano se deslizó lentamente hasta su abdomen, ahora vacío, pero que no hacía mucho tiempo había albergado la promesa de una vida nueva. Recordó con amargura las primeras señales, la leve hinchazón, el hambre insaciable, las náuseas matutinas que había intentado ocultar. Aemond no se había percatado de nada, porque para él, Naerys no era más que una figura en su cama, una presencia para calmar sus noches solitarias.

Ella había dejado de tomar el té, ese té que le garantizaba que no habría descendencia. Lo había hecho deliberadamente, impulsada por el deseo de llevar en su vientre a su primer hijo, de tener algo que le perteneciera en medio de la frialdad de Desembarco del Rey. Su cuñada Helaena había sido la única en saberlo, alentándola a dejar de beber el té, susurrándole que la llegada de un hijo podría darle compañía y quizás una posición más segura como esposa. Solo Cassia, su leal sirvienta, conocía el secreto. Pero ni Helaena ni Cassia habían imaginado que ese secreto mal guardado terminaría por convertirse en su perdición.

Los recuerdos se arremolinaron en su mente, cada uno más doloroso que el anterior. Recordó cómo Aemond la había agarrado con brusquedad, empujándola sin cuidado, sin siquiera imaginar que bajo su piel se estaba formando una nueva vida. Cada rechazo de Alicent, cada mirada fría de Aemond, la soledad que la consumía al estar lejos de Rocadragón, todo eso había caído sobre ella como un yugo. Naerys apenas tenía lo esencial, usando los mismos vestidos que había traído desde su hogar, pues Alicent se negaba a proporcionarle nuevas prendas. Se había visto obligada a contener sus antojos, a pesar del hambre voraz que sentía, porque Alicent la criticaba por comer de más. El constante estrés de sentir que nunca sería la esposa que Aemond deseaba la había llevado al límite, y la rabia, la tristeza y el miedo se habían mezclado en su interior, afectando al pequeño ser que había comenzado a crecer dentro de ella.

"Princesa..." La suave voz de Cassia sacó a Naerys de sus pensamientos oscuros.

"¿Qué pasa? No quiero ver a nadie," respondió Naerys con voz entrecortada, su tono quebrado.

Cassia titubeó, su expresión indecisa, "La reina..." comenzó a decir, dejando las palabras en el aire, como si al pronunciarlas dieran vida a algo que preferiría evitar.

𝐍𝐚𝐞𝐫𝐲𝐬 𝐓𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧  | 𝐀𝐓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora