𝟏𝟑

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En el crepúsculo de un día largo, Aemond Targaryen mantenía su mirada fija en el reflejo de la espada que empuñaba con firmeza. Su ojo violeta, el único que permanecía intacto, reflejaba una concentración casi obsesiva. Pero bajo esa fachada de implacable seriedad, su mente estaba absorta en recuerdos inquietantes que lo atormentaban desde hacía una semana. La reciente visita a la familia de Naerys había sido un viaje que le había costado más de lo que esperaba.

Aemond no podía sacarse de la cabeza el momento en que se había visto doblegado ante la petición de Naerys. En un gesto que rompía con su rígida postura, había accedido a llevarla con su familia y, en un giro aún más inesperado, también había consentido en llevarse a Helaena. El regaño de su madre, la reina Alicent, había sido tan intenso como la furia de un dragón, y la manera en que ella había criticado la facilidad con la que había cumplido el capricho de Naerys solo había sumado más presión a su ya cargado estado emocional.

Sin embargo, lo que realmente le perturbaba a Aemond no era el reproche de su madre, sino la desestabilización interna que experimentaba por la presencia de Naerys en su vida. Había intentado mantener la imagen que todos conocían y esperaban de él: el príncipe despiadado, el guerrero temido que, a pesar de haber perdido un ojo, seguía siendo el mejor de los soldados. Pero en el fondo, sentía que esta imagen implacable comenzaba a desmoronarse. La influencia de Naerys parecía erosionar lentamente su fachada, revelando una faceta más vulnerable y humana de sí mismo que él preferiría mantener oculta.

Al finalizar el día, con la mesa del comedor puesta para la cena, Aemond se dirigió al comedor con la esperanza de encontrar algo de consuelo en una comida tranquila. Sin embargo, al entrar en la sala, se dio cuenta de que Naerys no estaba allí. Un suspiro de frustración escapó de sus labios mientras buscaba entre las sillas vacías y los platillos aún intactos.

"¿Dónde está mi esposa?" preguntó Aemond a una de las sirvientas que se encontraba en el umbral de la puerta.

La sirvienta, una joven con el cabello recogido en un sencillo moño, vaciló un momento antes de responder. Era evidente que no tenía idea de la ubicación de Naerys, pues las órdenes dadas por la reina Alicent eran claras: ninguna sirvienta del castillo debía estar al tanto de los movimientos de Naerys, salvo las que ella misma había traído desde Rocadragon.

"No lo sé, príncipe," murmuró la mujer, su voz temblando bajo el peso de la pregunta.

En ese instante, Seris, la sirvienta personal de Naerys, apareció en la entrada del comedor con una taza de té humeante. "Está con la princesa Helaena, mi príncipe. No tomará la comida hoy," dijo, con una reverencia que parecía un intento de apaciguar la tensión en el aire.

"Pero tampoco tomó el desayuno," replicó Aemond, frunciendo el ceño. Su preocupación se hacia presente con lentitud, pues no había visto a Naerys desde el día anterior.

"Lo que pasa es que se sintió mal. Le he preparado un té de frutas para que pueda tomarlo. Tal vez el cambio de clima le afectó," explicó Seris.

"O simplemente quiere llamar la atención," intervino la voz fría y autoritaria de la reina Alicent, que entró en el comedor con una presencia que parecía absorber toda la luz de la habitación. "Retírate," ordenó con desdén, dirigiéndose a Seris, quien, con una inclinación obediente, se retiró del lugar. "Era por esto que te advertí que no le dieras tantas libertades," continuó Alicent, dirigiéndose a su hijo con un tono lleno de reproche.

"Está con Helaena, madre," corrigió Aemond, intentando defender a su esposa.

"Ahora la defiendes," dijo Alicent con un tono irónico y mordaz. "¿Qué tal si Naerys contagia a Helaena con lo que sea que tenga? Ahora parece que mis hijos prefieren a quienes un día defendieron a aquellos que te hicieron daño."

𝐍𝐚𝐞𝐫𝐲𝐬 𝐓𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫𝐲𝐞𝐧  | 𝐀𝐓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora