"A través de las rejas"
Tras las frías líneas de hierro,
donde el sol no alcanza su cenit,
la libertad se convierte en un eco,
un susurro que se extingue, sin fin.El mundo afuera sigue su curso,
un río que nunca se detiene,
pero aquí el tiempo se desploma,
en un mar de minutos inertes y febriles.Los muros susurran secretos
de almas perdidas en penumbras,
de sueños que murieron despacio,
como la llama en la niebla profunda.Las rejas dibujan un paisaje
donde los días se funden con la noche,
y la esperanza, tenue sombra,
se aferra al alma, se esconde.¿Qué queda de aquel que mira,
con ojos secos y voz rota?
Solo el reflejo de un mundo,
que una vez sintió como propio.Cada respiro sabe a cadenas,
cada latido, a sentencia callada.
Y más allá, la vida danza libre,
mientras aquí, se arrastra, desgarrada.Así, tras estas rejas grises,
donde el alma se prueba y se quebranta,
veo un cielo que ya no es mío,
y un horizonte que me falta.
El ambiente en el calabozo era denso, impregnado de una sensación de espera, de tensión latente que parecía filtrarse entre las grietas de las paredes de piedra. Las antorchas, parpadeantes en sus soportes de hierro, apenas iluminaban las celdas separadas por gruesas barras oxidadas que crujían bajo el peso de los años. El aire estaba cargado de humedad y frío, ese tipo de frío que se cuela hasta los huesos y que, mezclado con la anticipación, erizaba la piel de todos los presentes.
Uno a uno, los lobos llegaron en silencio, como si el ambiente mismo les impusiera una gravedad solemne. Sus pisadas resonaban sobre el suelo de piedra, y sus ojos se movían con recelo, observándose unos a otros mientras se dirigían a sus respectivas celdas. Cada uno sabía lo que se avecinaba, lo que inevitablemente ocurriría bajo la influencia de la luna llena que ya comenzaba a elevarse en el cielo. El último grupo en llegar era el más numeroso, liderado por un chico alto y corpulento que caminaba con la cabeza en alto, sus ojos brillando con una arrogancia que dejaba claro que se consideraba el alfa entre los suyos. La tensión en el aire aumentó cuando entró, como si la jerarquía estuviera siendo desafiada desde el primer momento.
El director, con un gesto firme, tomó un recipiente de metal del que emergía una llama intensa. La luz vacilante del fuego proyectaba sombras largas y siniestras sobre las paredes, desdibujando los rostros y distorsionando las figuras de los presentes. Colocó el recipiente en el centro del calabozo, justo bajo una de las pocas rendijas por las que aún se filtraba el último resplandor del día. El ocaso estaba casi completo, y en cuestión de minutos, la luna dominaría el cielo, bañando el lugar con su luz pálida.
—Buenas noches, jóvenes... —la voz del director rompió el silencio como un trueno contenido, grave y autoritaria—. Lamento que esta comunicación deba hacerse en estas circunstancias... pero los lobos siempre salen adelante, pese a las adversidades.
Su mirada recorrió el calabozo con detenimiento, deteniéndose en cada rostro por un breve instante, como si buscara medir la reacción de cada uno ante sus palabras. El fuego frente a él crepitaba suavemente, y su luz danzante reflejaba la seriedad de la situación. La luna, ahora visible por la rendija, comenzaba a hacer su presencia, sus rayos fríos se mezclaban con la calidez del fuego.
—Hoy llevaremos a cabo una iniciación. —El director hizo una pausa, su mirada fija en Enid—. Hoy, alguien se unirá oficialmente a la manada. Sé que muchos de ustedes ya la conocen.