Capítulo 3

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La luna brillaba intensamente sobre el claro del bosque, bañando la piel desnuda de Agatha con una luz plateada. El aire nocturno era frío y cortante, pero lo que sentía no era solo el frío, era la humillación, la traición que le habían infligido. Agatha, solitaria, lloraba en silencio, su cuerpo temblaba, no solo por la temperatura, sino por el dolor profundo que se alojaba en su corazón. Había confiado en ellas, deseando ser parte de algo, buscando pertenecer. Había sido ingenua. Sus lágrimas se mezclaban con la tierra húmeda bajo su cuerpo, y su piel aún llevaba las marcas de la estaca clavada en su clavícula, una herida reciente y ardiente, manchada de sangre.

Mientras su llanto se mezclaba con el susurro del viento, algo cambió. Sintió una presencia, una calidez que contrastaba con el frío del entorno. Dos manos suaves pero firmes la envolvieron, levantándola con facilidad, como si fuera una pluma. Agatha reconoció esa sensación. Aunque no podía abrir los ojos por completo, sabía quién era. No veía a la figura que la sostenía, pero su corazón la identificaba.

— ¿Eres tú, cierto? — preguntó débilmente, su voz rota por el llanto. Las lágrimas aún caían por su rostro mientras se acurrucaba en los brazos de quien la sostenía con fuerza, como cuando era niña. — Solo... deja que me pudra... — susurró, derrotada, entregándose a la desesperación.

De repente, sintió unas manos cálidas acariciar su rostro, suaves y reconfortantes, disipando su dolor. Sus párpados se volvieron pesados, y la oscuridad se apoderó de ella, llevándola a un sueño ligero mientras sentía que era llevada a algún lugar desconocido. El contacto era firme, protector.

Cuando finalmente despertó, se encontró en su habitación, la familiaridad del lugar la llenó de una breve sensación de calma. La figura que la había llevado hasta allí estaba junto a la cama, observándola. Era una mujer de una belleza etérea, con largos cabellos oscuros y ojos negros tan profundos que parecían absorber la luz de la luna. La mujer acariciaba su rostro con ternura.

— Oh... cariño, créeme que se arrepentirán. — susurró la mujer, su voz era suave, envolvente, mientras besaba dulcemente la frente de Agatha. El aroma a miel, lirios y tierra mojada la envolvía, familiar y reconfortante.

— ¿Quién eres? — preguntó Agatha, su voz aún insegura, quebrada por el miedo que siempre había sentido hacia los demás. En el fondo, sabía que nadie jamás le había ofrecido algo sin querer dañarla.

La mujer sonrió, una sonrisa leve pero cargada de significado.

— ¿No me recuerdas, corazón? — dijo con un tono lleno de compasión. Agatha la miró confundida por un momento, hasta que algo en su mente hizo clic. Era su ángel. El ser que la había cuidado desde niña, quien siempre estaba a su lado cuando el mundo era demasiado cruel. Había olvidado su existencia, pero jamás había olvidado su sonrisa ni sus ojos oscuros.

— Solo un poco... — susurró Agatha, avergonzada. Aún sentía la herida en su piel y un frío intenso que recorría su cuerpo desnudo. No entendía cómo había podido olvidarla, pero allí estaba, tan real como siempre.

— Ya lo harás. — La mujer se inclinó lentamente hacia ella, su cercanía hizo que el corazón de Agatha comenzara a latir con fuerza. Entonces, la mujer bajó su rostro hacia la herida que cruzaba su clavícula, y, con una dulzura inquietante, deslizó su lengua por la línea de sangre.

El cuerpo de Agatha ardía de una manera que nunca antes había sentido. Su piel enrojecía y su respiración se aceleraba, mientras aquella mujer sellaba la herida con un poder que desconocía. ¿Qué clase de magia era esa?

— ¿Qué... qué haces? ¿Cuál es esa magia? — preguntó Agatha, su voz temblorosa. Nadie la había tocado jamás de esa manera, tan íntima, tan profunda.

Solo AgathaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora