Capítulo 1

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La noche caía como un manto oscuro, cubriendo los bosques alrededor del viejo caserón donde vivía Agatha Harkness. Las ramas de los árboles se mecían al ritmo del viento, susurrando secretos antiguos, cargados de magia y dolor. La mansión, fría y oscura, parecía palpitar con una energía propia, como si las piedras mismas estuvieran cargadas con siglos de hechizos. Agatha, en su habitación, repasaba una y otra vez los mismos encantamientos que su madre, Evanora, le ordenaba aprender.

Evanora Harkness, antaño la bruja más poderosa de todas, ahora veía en su hija no un legado, sino una maldición.

- Ves lo que me has hecho - decía Evanora con amargura mientras Agatha luchaba por ejecutar un hechizo complejo -. Tomaste mi poder al nacer. Te odio por ello.

Cada palabra de su madre se hundía en el corazón de Agatha como un veneno, pero ella trataba de convencerse de que la dureza de Evanora no era más que un método para hacerla más fuerte.

- La sangre del fuego, la noche vive en mí - murmuraba Agatha, intentando canalizar su energía mientras copos de nieve comenzaban a caer misteriosamente desde el techo de su cuarto. Este fenómeno siempre la desconcertaba, pero le traía una peculiar alegría. Para ella, esos copos de nieve eran una señal de que, en el fondo, su madre estaba orgullosa de ella, aunque nunca lo expresara con palabras.

Pero la realidad era mucho más oscura. Mientras Agatha soñaba con el afecto de su madre, Evanora estaba lejos, perdida en rituales oscuros con su aquelarre, fortaleciendo sus propios poderes bajo la luz de la luna llena.

- Que la luna me dé su fuerza, que el fuego arda en mi alma - entonaba Evanora, su voz grave mientras las llamas del altar crepitaban violentamente, alimentadas por su odio hacia Agatha.

Cada noche, Agatha permanecía sola en el caserón. Las otras brujas del aquelarre la despreciaban, burlándose de su torpeza con los hechizos y su naturaleza solitaria.

- Nunca serás como tu madre - se burlaban algunas de ellas, con risas crueles resonando a su alrededor.

Agatha, con su corazón noble y bondadoso, nunca respondía con maldad. A pesar del desprecio, creía que podría ganarse su lugar entre ellas si seguía perfeccionando su magia.

Un día, después de una agotadora sesión de práctica, Agatha se derrumbó en su cama, lágrimas silenciosas recorriendo sus mejillas. La luna llena brillaba a través de la ventana, proyectando sombras inquietantes en las paredes de piedra.

- Mis lágrimas tienen una voz - murmuró Agatha, sintiendo una extraña presencia en la habitación. Sabía que no estaba sola. Desde pequeña, había sentido que algo la observaba desde las sombras, una fuerza oscura pero extrañamente protectora.

No tenía miedo. Aunque su vida estaba llena de oscuridad, aquella sombra no le causaba temor. Tal vez era un espíritu que ella misma había invocado accidentalmente, o tal vez un guardián que siempre había estado ahí.

- ¿Quién eres? - preguntó en voz baja, mirando hacia una esquina de la habitación donde la oscuridad parecía más densa.

El silencio fue la única respuesta. Pero Agatha sabía que esa entidad estaba allí, observándola.

Los días pasaron, y la tensión entre Agatha y su madre solo aumentaba. Evanora no perdía oportunidad para hacerla sentir pequeña, inútil, insuficiente. Pero una noche, todo cambió.

Después de un ritual especialmente poderoso, Evanora regresó al caserón con una furia indescriptible.

- ¡Nunca serás nada! - gritó, lanzando una bola de fuego hacia Agatha. El hechizo la alcanzó, pero no le hizo daño.

Agatha, sorprendida pero ilesa, comprendió algo en ese instante. La magia de su madre, impulsada por odio, no podía destruirla. Algo dentro de ella, una fuerza más antigua y poderosa, la protegía.

- ¡Basta, madre! - susurró Agatha, cansada; le dolía que su madre la tratara así -. Me haces daño.

- ¡No soy tu madre! - explotó Evanora, dando vueltas en círculo alrededor de su hija, quien estaba en el suelo -. Debí matarte cuando eras un bebé.

Las palabras de su madre resonaron en el aire como un eco de desesperación. Agatha, con los ojos llenos de lágrimas, se retiró rápidamente a su habitación, deseando escapar de ese torbellino de ira y odio. Se sentía incomprendida y no amada. Nunca había sentido el amor de otra persona, salvo el de los animales, como su fiel conejo, el Señor Scratchy, un animal grande y gordo con orejas caídas. Él siempre había estado a su lado, su único compañero en un mundo que parecía desmoronarse.

Mientras acariciaba la suave piel de su mascota, el calor del cuerpo del conejo le proporcionaba una paz momentánea. Pero en su mente, los recuerdos comenzaban a surgir. Vagos y etéreos, como susurros del pasado, aparecían ante ella. Recordaba a alguien más, una figura que la había cuidado en su infancia. Aquellos recuerdos estaban teñidos de un manto de misterio, pero había algo que siempre perduraba: unos ojos grandes y negros que la observaban con ternura. Esa figura, que aparecía en sus sueños, le regalaba un lirio hermoso y vibrante, un símbolo de esperanza en su vida oscura.

Cada vez que su madre se iba y la dejaba sola, o cuando terminaba sus prácticas de hechizos y se sentía agitada, el lirio aparecía ante ella, como si la figura desconocida lo hubiera dejado ahí, un recordatorio de que no estaba sola. Nunca le había contado a nadie, ni siquiera a su madre, sobre esa flor ni sobre aquel ser que había sido su guardián.

El lirio, siempre resistente, parecía desafiar las tempestades de su vida. En su mente, Agatha podía recordar cómo la figura se inclinaba hacia ella, su sonrisa iluminando la oscuridad, y el aroma a flores frescas que la envolvía, como un abrigo cálido en las noches más frías. Cerró los ojos y deseó que ese ser regresara, aunque solo fuera por un momento. Era su refugio en medio de la tormenta, su guardián en las noches más solitarias.

De repente, el viento comenzó a soplar con fuerza afuera, haciendo que las viejas ventanas del caserón chirriaran. Agatha se levantó y miró por la ventana. La luna llena iluminaba el cielo, y en su luz, las sombras danzaban como si estuvieran vivas. Era el momento perfecto para practicar un hechizo de su propia creación, uno que había estado guardando en secreto por miedo a la reprimenda de su madre.

Mientras se preparaba, un escalofrío recorrió su espalda. Sentía que algo estaba en el aire, una energía palpable que parecía llamarla. De pronto, sintió unas manos en su cintura y un susurro en su oído.

- Agatha... - el sonido de su nombre, pronunciado con suavidad, la hizo estremecer.

Se giró rápidamente, pero no había nadie allí. Sin embargo, la sensación de las manos persistía, como si un fuego cálido y familiar ardiera en su piel.

Solo AgathaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora