Capítulo 4

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Agatha se encintraba en un cuarto, un espacio oscuro y frío, apenas iluminado por algunas velas dispuestas a su alrededor. El aire denso y cargado con el aroma de hierbas secas y cera fundida la envolvía. Este era el lugar donde su madre, Evanora, la encerraba para practicar magia. Las paredes estaban cubiertas de símbolos y runas grabadas en piedra, un reflejo de los hechizos que Agatha había intentado dominar. Pero, por más que se esforzaba, todo lo que lograba parecía insuficiente para satisfacer a su madre.

Había varios tipos de magia que debía aprender: Herbolaria, el arte de sanar y envenenar con la naturaleza; Necromancia, para convocar y controlar a los muertos; Hechizos de pasión, que controlaban el deseo y el amor; y otros rituales que ni siquiera comprendía del todo, como la proyección astral o los conjuros de protección.

Agatha se sentaba en el suelo, rodeada de grimorios y tarros de cristal llenos de hierbas y piedras, con un pequeño cuenco donde intentaba mezclar pociones sin mucho éxito. Estaba cansada y frustrada. Su corazón latía con temor, sabiendo que su madre pronto vendría a juzgar su trabajo. De repente, la puerta crujió. No se abría desde dentro, siempre era su madre quien controlaba esa entrada.

Evanora entró al cuarto con un rostro endurecido y los ojos cargados de desprecio. Su cabello blanco caía suelto sobre sus hombros, y sus pasos resonaban con firmeza.

— No sé cómo pude parir una niña tan estúpida como tú — espetó Evanora, cruzando los brazos frente a ella, su voz cargada de veneno —. ¿Cómo es posible que con toda la sangre mágica que corre por tus venas no puedas conjurar ni el hechizo más simple?

Agatha sintió un nudo en la garganta, pero no dijo nada. Sabía que cualquier palabra que pronunciara solo avivaría la ira de su madre.

— Hechizos de pasión, necromancia, herbolaria… ¡Nada! — continuó Evanora, golpeando un frasco que cayó al suelo y se rompió —. Debería haberte dado a los vampiros o a los lobos cuando tuve la oportunidad. Al menos, ellos habrían sacado provecho de tu existencia inútil.

Agatha la miró con los ojos brillantes de lágrimas contenidas. Sabía que no había sido suficiente, pero no entendía por qué su madre la odiaba tanto. En el fondo, sospechaba la razón: una vez había escuchado a su madre hablar con la gran Hécate, mencionando que su padre había muerto defendiéndola de los vampiros que querían cazarla cuando era niña. Desde entonces, Evanora la culpaba por la pérdida.

— Yo... yo no pedí esto — susurró Agatha, su voz temblando. Las palabras le costaban salir, pero necesitaba defenderse, aunque fuera un poco —. No quería ser la causa de su muerte.

— ¡Cállate! — gritó Evanora, su mano alzándose para abofetearla. El golpe resonó en la pequeña habitación, y Agatha se tambaleó hacia un lado. Un latigazo de dolor atravesó su rostro, pero no soltó ni una lágrima —. Siempre fuiste una maldición. Si no fueras tan débil, tu padre seguiría vivo. ¡Nunca debí salvarte!

Agatha cerró los ojos, tratando de bloquear las palabras venenosas que seguían cayendo sobre ella como espinas. Las lágrimas, que había intentado contener, empezaron a correr por sus mejillas. No era la primera vez que su madre la humillaba de esa manera, pero cada vez dolía más.

— Madre, yo… yo trato de aprender, pero... la magia no responde a mí como debería — musitó Agatha con voz quebrada.

Evanora se inclinó hacia ella, sus ojos llenos de desprecio.

— Porque no eres digna de ella. No tienes el valor ni la fuerza para comandarla. Magiae ignari, lux vitae cadat! — susurró Evanora, pronunciando un conjuro que apagó de golpe todas las velas del cuarto, sumiéndolas en una oscuridad total.

Agatha retrocedió un paso, asustada. Sentía el peso del odio de su madre como un yugo sobre sus hombros. Sabía que Evanora nunca la vería como algo más que una carga.

Solo AgathaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora