31. Grietas de la Soledad

38 8 0
                                    

Lunes, 03/10/11

Mis ojos estaban perdidos en algún punto de esa vidriera que daba a la calle, perdida en la sensación que me había dejado ese porro combinado con los ansiolíticos que hacía poco había empezado a ingerir.

El trabajo era poco, nadie salía un lunes a esa hora, nadie pasaba por la disquería que, con la ausencia de Simo que estaba enferma, estaba desierta. Mi turno estaba por terminar y eso era lo único que me motivaba a no dormirme sobre el mostrador.

A la vez estaba ansiosa por tomarme algo más fuerte, algo que realmente me dopara para no sentir más. Desde la última vez que había visto a Pato que no podía dejar de pensar en él, en cuanto extrañaba sus abrazos, sus besos, su compañía. No podía evitar extrañarlo hasta cuando estaba rodeada de gente, pasándola bien, o algo parecido, porque hace tiempo que no disfrutaba de nada plenamente.

Dieron las cinco en el reloj y supe que por fin podía irme cuando el dueño del local entró para cubrir las últimas dos horas de trabajo que quedaban ahí. Nos saludamos con una breve sonrisa y salí de ese lugar, sintiendo a mi cabeza adormecida.

Me prendí un pucho y quise empezar a caminar, pero sentí como me agarraban del brazo y me pegaban contra la pared de la disquería.

—¡Pará! ¿¡Qué mierda hacés!? —Grité, abrí los ojos y vi de quién se trataba. Francisco—. ¿Qué mierda querés?

—A vos te quiero—Murmuró el morocho, pegándose a mi cuello para besarlo con lascivia, dándome nauseas.

—¡Soltame, nene! —Exclamé, intentando zafarme del agarre en que sus manos me sostenían mis muñecas—. ¡Cortala, Francisco!

Pero mis gritos quedaron acallados por los labios de Francisco sobre los míos, mientras yo intentaba correr la cara.

—¿Qué te hacés la que no te gusta, Alma? Si para esto es para lo único que servís—Escupió Francisco con bronca, muy cerca de mi cara. Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras él volvió a besarme. ¿Mi cuerpo era mi único valor?

—¡Soltame, Francisco! ¡Das asco! —Grité cuando sus besos bajaron otra vez a mí cuello.

—Ah, ¿Así que ahora doy asco? —Bufó él, sonriendo divertido—. No sé por qué te ponés así... esto es para lo único que serviste siempre, Alma. Para que alguien te busque, te use y te deje.

—¡Basta! ¡Soltame! —Rogué con lágrimas empapando mis mejillas—. ¡Andate con mi hermana que bastante zorrita es también!

—Callate, Alma, dejá de hacerte la difícil te lo pido—Francisco rodó los ojos y volvió a besarme, pero yo logré moverme y le pegué una patada en la entrepierna, haciéndolo retorcerse de dolor en el piso.

—Dejame en paz, Francisco—Sollocé intentando sonar segura, pero mi voz solo temblaba.

—Aunque quieras escapar, sabés que no valés nada, Alma, sabés que esto es lo único que tenés para ofrecer—Murmuró Francisco entre muecas de dolor.

Salí corriendo de ahí antes de que fuera demasiado tarde e intenté no derrumbarme mientras manejaba. Apenas puse un pie en el departamento sentí que me quedaba sin aire, las palabras de Francisco habían sido un golpe directo a todas mis inseguridades. Ya me lo habían dicho antes, no era merecedora de amor genuino y mis relaciones siempre eran pasajeras, superficiales. Empezaba a creer que tenían razón, ¿Qué valor podía tener una piba como yo? Si lo único que hacía era drogarme y tocar la guitarra.

Prendí un porro cuando pude enrolarlo con éxito, sintiendo como el humo en mis pulmones no llegaba a relajarme de verdad, haciéndome cerrar los ojos un momento, intentando distraerme de todo eso que dolía. Intentaba actuar con calma, ignorando la presión en mi pecho y el zumbido en mi cabeza, pero era imposible.

Ángel EléctricoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora