Prólogo

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Byakugan, Nueva Konoha

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Byakugan, Nueva Konoha

Era el tres de septiembre, uno de esos días despejados y perfectos a caballo entre el calor del verano y el frío del inminente invierno. El cielo tenía un color tan intenso que, al salir del coche en el aparcamiento del supermercado, Hinata se quedó inmóvil y miró boquiabierta ese sorprendente tazón azul como si fuese la primera vez que lo veía. De hecho, nunca lo había visto de aquel modo.

Si había algo en esta vida de lo que ella entendía era de colores, y nunca había visto ese tono de azul. Era increíble, más profundo y oscuro, más intenso de lo que ningún cielo tenía derecho a ser. 

Ese día, en ese día perfecto, la neblina de la atmósfera entre el cielo y la tierra se había vuelto más fina, y se encontró más cerca del borde del universo que nunca, tan cerca que era como si ese azul intenso pudiera absorberla y llevársela de la tierra. 

¿Podría reproducirlo? En su mente empezó a mezclar pigmentos, descartando de manera automática algunos de ellos mientras su ojo interior juzgaba los resultados. No, ese toque de blanco haría que el tono de azul fuera demasiado infantil. 

No era un azul caprichoso, era el azul más impresionante que había visto en su vida. Era puro y espectacular, la atraía y la impregnaba con la exuberancia de su belleza. Permaneció inmóvil con el rostro hacia arriba, olvidó que iba camino del supermercado y se sintió exaltada por el color, colmada hasta rebosar, con el corazón henchido y extático.

Cuando finalmente recordó volver los ojos al suelo, su mirada estaba deslumbrada. Vio un destello de... algo, y aunque no había estado mirando el sol, pensó que el cielo estaba tan brillante que los ojos tenían que adaptarse a menos luz. Parpadeó y luego bizqueó. Era algo sólido pero no del todo. Un extraño niño bidimensional.

Lo miró, parpadeó y fijó de nuevo la vista en él. Fue como un mazazo en la cabeza que le heló la sangre y le entumeció las yemas de los dedos.

Aquel chico estaba muerto. Hacía un mes que había asistido a su funeral. Pero en ese día perfecto, mientras iba a un recado completamente ordinario, vio a un niño muerto en el aparcamiento del supermercado.

Muda de asombro, Hinata miró a la mujer a quien seguía el chico. Era su madre, llevaba la bolsa de la compra en una mano y con la otra tiraba de la manita de su revoltoso hijo de cuatro años. Tenía el rostro contraído, los ojos manchados del profundo dolor de una madre que había perdido a su hijo mayor hacía justo un mes a causa de una leucemia.

Pero allí estaba el chico, siguiéndola.

A Hinata se le inmovilizaron los pies en el asfalto. Todo su cuerpo se entumeció y no pudo hacer ningún movimiento mientras veía cómo el muchacho intentaba llamar la atención de su madre desesperadamente.

—¡Mamá! —decía una y otra vez el niño de diez años, la voz quebrada por la ansiedad—. ¡Mamá!

Pero la mujer no respondió. Siguió caminando y tirando de su hijo pequeño. Pero el niño de diez años intentaba agarrarle la falda pero el tejido se escapaba entre sus incorpóreas manos. Miró a Hinata y esta captó su frustración, su asombro y su miedo.

—No me oye —dijo, con unas palabras que vibraban como si las oyera por algún sistema de audio con imperfecciones. Corrió para alcanzar a su madre, con unas piernas delgadas que centelleaban bajo sus pantalones cortos.

Hinata se tambaleó conmocionada y puso la mano en el capó del coche para recuperar el equilibrio. La superficie metálica calentada por el sol tenía un tacto arenoso. El tazón azul del cielo seguía presionando hacia abajo como si quisiera absorberla mientras ella contemplaba al niño muerto.

La delgada figura se apresuró a montarse en el asiento trasero, al lado del niño mas pequeño, antes de que su madre pudiera cerrar la puerta. La mujer se sentó tras el volante y salió del aparcamiento. 

La cara pálida y traslúcida del niño de diez años brilló unos breves instantes tras la ventanilla. Miraba a Hinata y la saludaba con la mano. Ella le devolvió el saludo instintivamente. En su mente se formó una palabra: Fantasma.

Continua

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