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Hinata quedó aturdida y conmocionada

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Hinata quedó aturdida y conmocionada. No sabía exactamente qué había ocurrido pero había ocurrido algo. Durante un momento, una fracción de segundo, había sido como si Naruto Uzumaki y ella estuvieran conectados. No le había gustado la sensación, aquella incómoda intimidad. 

Siempre había disfrutado de su sensación de estar sola y se veía a sí misma como un balón que rodaba por la vida, chocando con otras vidas pero sin detenerse nunca. Durante un instante, sólo un instante, la pelota se había parado y no sabía por qué. 

Ese hombre era sólo un conocido, poco más que un extraño. No había ninguna razón para que la mirase de aquel modo. No había ninguna razón para que ella sintiese aquel curioso estremecimiento en el estómago, parecido al placer que le había producido el anuncio de la gaseosa.

Si se trataba de otro de los extraños cambios que se estaban dando en su vida durante el último año, le gustaba tan poco como los demás. ¡Dios, quería que las cosas fueran como habían sido!

Todavía no se había recuperado cuando, a sus espaldas, se abrieron las puertas de la galería. La cara de Sasori se iluminó con la sonrisa que reservaba a los compradores.

—Señor y señora Katō —exclamó, saliendo a su encuentro—. Cuánto me alegro de verlos. ¿Quieren tomar algo? ¿Té, café? ¿Algo más fuerte?

Hinata se volvió al tiempo que una mujer alta y delgada, elegante hasta lo indecible, decía:—Un té, por favor. —Su tono de voz fue lánguido y casi ahogado por la voz mucho más fuerte de su marido, que dijo:—Un café, solo, por favor.

Para su sorpresa, Hinata lo reconoció. No estaba muy al día de la actualidad pero, aun así, la cara de ese hombre había salido tantas veces en televisión que sabía quién era. Si Sasori hubiese dicho "el senador Katō" en vez de «los Katō», lo habría sabido de antemano. 

El senador Dan Katō tenía un carisma que lo había llevado del ayuntamiento de la ciudad a la cámara legislativa y de allí a la capital, donde cumplía su segundo mandato. Tenía dinero, encanto, inteligencia y ambición, en resumen, las cualidades que se esperaba que lo llevasen a la presidencia.

A simple vista, su rostro no le gustó.

Tal vez fue la suavidad bien ensayada del político profesional, lo que la molestó. No fue la crueldad que captó en él. Hinata comprendía la crueldad y era cruel a la hora de hacerse espacio y tiempo para su pintura. 

Pudo haber sido la pizca de desdén que rezumaba de su encanto como el ocasional olor a gas de alcantarilla saliendo de una parrilla de la acera. Era un político de esos que piensan que sus votantes son estúpidos o paletos o ambas cosas.

En cambio, su físico era innegablemente impresionante: un metro ochenta de alto, con una cierta corpulencia en el pecho y los hombros, musculosa, no grasa, que le daba aire de poder. 

Supo de inmediato que no quería pintar su retrato. No quería pasar ni un minuto más en su presencia. Y, sin embargo, menudo desafío... ¿Podría plasmar el atractivo esencial del rostro y captar a la vez esa expresión de superioridad y condescendencia, como si fuera una envoltura transparente de la cara? 

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